Estaba yo tan tranquila leyendo el recetario "con mensaje divulgativo" del Ministerio de Consumo que combate el sobrepeso y la desigualdad, y me disponía a preparar un menú igualitario y equilibrado, con perspectiva de género y sensibilizado con el medioambiente. Y por cuatro duros. Que me hiciese sentir concienciada, solidaria, flaca (sobre todo, flaca) y ahorradora. Pero me he topado con un tuit de Gabriel Doménech, jurista y profesor en la Universidad de Valencia.

Enlazaba Doménech un documento de esa universidad, uno llamado Protocolo para la actuación y respuesta ante el acoso sexual, por razón de sexo y otros acosos discriminatorios, y marcaba en rojo algunas de las actuaciones que constituían acoso machista. Entre ellas, interrumpir a una mujer.

Cierro el recetario, llamo a Telepizza y me lanzo a leer el documento. 

Efectivamente, en el artículo primero del documento, bajo el epígrafe Definiciones, la Universidad de Valencia señala como acoso machista "la realización de actos gestuales, verbales (comentarios que ridiculicen, menosprecien o infravaloren a las mujeres), o de cualquier otra naturaleza" sin llegar a ser infracción penal o falta grave. Aquí se refieren como tales los “comentarios molestos” sobre el cuerpo, actitudes y aptitudes de la mujer, las actitudes poco respetuosas, bromas molestas y, mi favorita, interrumpir.  

No es de extrañar que el propio profesor Doménech se preguntase en sus redes sociales si podría interrumpir a sus alumnas en el caso (supuesto, no me consta tal atrocidad) de que hablasen en clase mientras él explica o si, al menos, se admitía esa interrupción en legítima defensa.

Y es que más allá de la coña y la ironía, no olvidemos que eso está contemplado en un documento real de la propia universidad. Lo que significa que si una mujer dentro de esas paredes es interrumpida mientras habla por un varón y ella se siente (en el sentir está la clave) ofendida o agredida, independientemente de la motivación, intencionalidad o, incluso, lo necesario o urgente del acto, se podría activar un protocolo por acoso sexual.

Y aquí es cuando se nos congela la risa coñera y se torna en nerviosa.  

Lo malo de esto, de esta banalización, de esta mojigatería absurda que a lo tonto se nos ha instalado en las instituciones, es que iguala por abajo y convierte en acoso desde el verdadero atosigamiento al más leve incomodo, diluyendo al primero en una amalgama de supuestos oprobios que no pasan de pequeño inconveniente.

La de tiempo y medios que se están desperdiciando en banalidades cosméticas, en iluminar comisarías y publicar estudios que den la razón a los que, de todo esto, tienen algo que ganar. Y es que, como me decía el psiquiatra Pablo Malo en una reciente conversación, citando al escritor Upton Sinclair, "es difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de no entenderlo".