Escribió el martes David Mejía sobre las reacciones en redes ante una columna de Ana Iris Simón. No es mi intención hoy escribir sobre las reacciones que ha provocado la columna de David Mejía sobre las reacciones provocadas por la de Ana Iris Simón. 

Porque él ya lo ha hecho y por evitar, más que nada, que entremos en un bucle infernal de columnas que hablan de columnas del que sería difícil salir. Y también porque considero que, en esto del columnismo, las defensas, como las cartas abiertas, deben ser las menos y muy medidas. Por un elemental sentido del decoro. 

Pero sí tengo que admitir que esto me ha hecho pensar en el divorcio actual entre el ideal y el método, en la desconexión entre significado y significante. ¿Vivimos en lo nominal? ¿Tienen más importancia hoy las palabras que aquello que designan? Me explico.

David Mejía es facha. Y lo es desde hace dos días porque defendió, no las ideas siquiera de Ana Iris Simón, fueran fachas estas o no (que no lo son), sino el derecho de Ana Iris Simón a manifestar su opinión personal en una columna sin tener que verse sometida al ataque desmedido de la turba enfurecida

¿Es David Mejía facha por eso? Obviamente, no. Pero a Mejía hoy le resultaría mucho más fácil que se le reconociese como mujer, tras haberse autopercibido como tal y constatarlo en voz alta, que la aceptación general como de izquierdas tras manifestar él mismo que así lo siente, por convicción y libre elección. 

Da igual que se sienta, efectivamente, más de izquierdas que de derechas, y más de izquierdas que mujer (hasta donde yo sé). Da lo mismo que él se pueda identificar mucho más con ideas e ideales que entroncarían con los principios básicos de una izquierda tradicional (he dicho tradicional, qué facha) e ilustrada que con aquellos asociados a la derecha. Así, David Mejía es facha. 

Este es el mismo mecanismo siniestro que se pone en marcha cuando se designa, por continuar en el mismo campo semántico, como antifascistas a aquellos que, en nombre de cualquier causa y muy probablemente con la mejor voluntad, deciden adoptar actitudes propiamente totalitarias.

¿Les convierten los hechos en totalitarios? Absolutamente. Los actos totalitarios convierten en totalitarios a aquellos que los perpetran. Aunque se empeñen en convencernos de lo contrario, de que es la etiqueta la que cuenta.

Un ejemplo random. Si quemas contenedores, agredes a policías, lanzas piedras a cualquiera y asaltas comercios aprovechando los disturbios, siento ser yo quien te diga, aún llevando la contraria a Pablo Echenique, no eres un joven comprometido con la democracia y un ejemplo a seguir. Eres un energúmeno y un intolerante incapacitado para el diálogo. Y lo eres aunque se esté más de acuerdo con tus ideas que con las de Santiago Abascal

Lo perverso de todo esto es que nos arrastra a una deriva en la que, por embrujo nominativo, los mismos o similares hechos son legítimos o no dependiendo de quién los perpetra mucho más que del hecho en sí mismo.

Así, Arnaldo Otegi es un hombre de paz y su perdón es plenamente creíble, pero El Prenda miente y debería pudrirse en la cárcel. 

Juan Soto Ivars ejerce violencia machista sobre Isa Calderón si le contesta en redes, pero si lo hace Antonio Maestre con Ana Iris Simón, no lo es en absoluto. 

El apartamento de Isabel Díaz Ayuso es de fachas y el chalet de Pablo Iglesias, de rojos.

Ana Botella en el Ayuntamiento es inaceptable, pero Irene Montero en el ministerio, un triunfo. 

Los escraches a Rosa Díez sin jarabe democrático y un ataque a la democracia si son a Pablo Iglesias.

Insultos a Irene Montero, inaceptables. A Rocío Monasterio, justicia social.

Y así todo el rato, así con todo. Es agotador.

Urge otro divorcio. Uno entre los hechos y la superchería, entre la razón y el esoterismo, entre los yo creo y los yo sé.

Es necesario recuperar el diálogo y la conversación, la discusión en su primera y gloriosa acepción (dicho de dos o más personas: examinar atenta y particularmente una materia).

Recuperar el respeto y la tolerancia y no llamar respeto y tolerancia a cualquier cosa.

Dejar de pensar que todo el que opina diferente lo hace únicamente por estupidez, desconocimiento o mala fe.

Tratar de aproximarnos sin prejuicios a eso que llamamos verdad, aunque implique cambiar de opinión en el camino o reconocer que estábamos equivocados. 

Urge eso o renombrar las cosas, designar atendiendo ciertamente a lo que estamos aludiendo. Por puritita honestidad o por fidelidad a la realidad, lo que se prefiera. 

No descarto tampoco, visto lo visto, que esto que digo hoy sea muy nazi