Es tontería disgustarse por la muerte de James Bond en Sin tiempo para morir. En el fondo, es un alivio que Bond palme bajo el fuego de los misiles cuando, enamorado (¡James, enamorado!), corre el peor de los peligros jamás por él experimentado: convertirse en un esposo devoto y en el padre solícito de una niñita encantadora que ama a su muñeco de peluche. ¡Dios mío, lo que hay que ver, ya no se respeta nada!

El personaje creado en 1953 por el culto, libertino, jocoso y diletante exespía británico Ian Fleming entró en coma coincidiendo, más o menos, con la incorporación del actor Daniel Craig a la saga en 2006 con Casino Royale. Craig no es el responsable este doloroso óbito por etapas, pero su físico ya nos advertía que los golpes, los saltos y las carreras iban a ser más importantes que los modales refinados, la conversación inteligente y las dotes de seducción. Craig no es la causa, es el efecto de la debacle.

El primer hito de la catástrofe se produjo, inadvertidamente, cuando en 1996 murió Albert R. Broccoli, productor y creador de la serie con su socio Harry Saltzman, fallecido dos años antes. Su última producción fue Licencia para matar (1989), la segunda con Timothy Dalton como protagonista y todavía con Richard Maibaum al frente del guion, responsabilidad que, con alguna excepción, había tenido desde el inicio con James Bond contra el Dr. No (1962). Broccoli y Maibaum eran los dueños del fuego.

Entonces se hicieron con la producción Barbara Broccoli y Michael G. Wilson, hija e hijastro, respectivamente, del magnate, ya entrenados para su cometido. Pero, ay, había que renovarse, había que adaptarse a los nuevos tiempos. No tardaron en fichar a dos inéditos guionistas, Neal Purvis y Robert Wade, que debutaron con El mundo nunca es suficiente (1999), la tercera y penúltima de Pierce Brosnan, y que son quienes (degenerando, degenerando) se han cargado al personaje y la serie hasta el golpe de gracia (sin gracia y desgraciado) de Sin tiempo para morir.

Ya no era el James Bond que habíamos conocido, pero hay que reconocer que Purvis y Wade se lucieron, junto a John Logan, con Skyfall (2002), pero nadie duda de que eso se debió al control autoral y a la autoridad de su director, el shakespeariano Sam Mendes.

¿Qué había pasado? Muy sencillo: Bárbara Broccoli y Michael G. Wilson habían visto surgir en dos tiempos a dos competidores con nuevos aires y, en vez de resistir con su marca y en sus marcas, se pasaron a pelear en el terreno del enemigo: Misión imposible (1996) y El caso Bourne (2002). Las seis películas de Ethan Hunt y las cinco de Jason Bourne han ido vampirizando y desnaturalizando a James Bond y, con la ayuda inestimable de la corrección política, han abatido finalmente al héroe de la lejana guerra fría.

No se trata de ser purista ni canónico (aunque no veo inconveniente en serlo), se trata de saber por dónde han venido los tiros. Conforme Bond iba corriendo y saltando más, iban contando menos sus conversaciones rituales con M, Q y Miss Moneypenny, y sus otras charlas y réplicas irónicas; iba contando menos lo que comía, lo que bebía, cómo se vestía y dónde se alojaba; iban siendo menos interesantes los malos, las malas, las buenas y las dudosas; menos vistosos y ocurrentes sus armas y sus gadgets y, en esta catástrofe postrera, hasta cuentan menos los rótulos de crédito, la secuencia de arranque, la canción inicial y la música, por más que estas dos últimas, muy al día, sí, sean de Billie Eilish y Hans Zimmer.

Pese a citas obligadas recogidas por vergüenza, de modo atropellado y sin énfasis, lo único verdaderamente Bond de este sacrilegio es el personaje y la secuencia de acción de nuestra bella Ana de Armas. La pobre Léa Seydoux, con su nena a cuestas, parece una maestra de pueblo bretón metida en un fregado que le rebasa.

En Sin tiempo para morir, donde todo brilla por su ausencia, ni siquiera hay secuencias espectaculares, los personajes hablan y hablan tediosamente sin parar en atmósferas penumbrosas, no lucen ni los paisajes ni los interiores, la nueva 007 aporta otro cero y la trama del virus, al menos para mí, es muy difícil de seguir sin la lectura de un folleto adjunto. Cary Fukunaga, el director de True Detective, podría meterse en un convento después de perpetrar este desaguisado. Pero no lo hará: ¡está dando pasta!

Tras casi 60 años y 25 películas, se han cargado sin permiso, sin grandeza y parece que definitivamente al principal héroe de la cultura popular cinematográfica del siglo XX. ¿Qué dirá su Majestad? No tienen perdón. Ian Fleming y Sean Connery intentan, para olvidar, emborracharse en sus tumbas con diez martinis agitados, no revueltos. Pero ni por esas, ellos aguantaban mucho más.