Yo me había prometido no volver a hablar de Irene Montero hasta el momento de escribir sobre su dimisión. Soy una optimista irredenta y siempre creo que la última ocurrencia de la Ministra Cuqui será la definitiva, la que lleve a que incluso la última y más lela de todas las esquizofeministas se pregunte estupefacta qué han hecho ellas para merecer esto.

Pero qué va. Cuando crees que ya no puede ir a más, que los suyo ha tocado techo, te sale con 68 páginas de un protocolo para la prevención y actuación frente al acoso sexual y acoso por razón de sexo en el ámbito laboral (sic). Reconozcamos el obsesivo amor de la Montero por la perífrasis y el sesquipedalismo al tiempo que reconocemos que mis promesas en ese sentido son una filfa. 

El Protocolo Montero, manual de referencia, se ha hecho ya famosísimo porque se ha propuesto luchar contra las miradas impúdicas. A mí este punto me preocupa especialmente porque, como miope que soy, todas mis miradas pueden ser interpretadas como impúdicas. En ocasiones, incluso yo creo que lo son, sobre todo cuando empieza a anochecer y para reconocer a alguien a cierta distancia tengo que entornar los ojos, concentrarme mucho y, a veces y sin querer, hasta me muerdo el labio. ¿Cómo pretenden desde el Ministerio de la Señorita Pepis dirimir qué miradas son impúdicas y qué miradas no? ¿Cómo diferenciamos a un compañero hipermétrope de uno lujurioso?

Supongo que se aplicará el infalible y cartesiano método de “yo te creo, hermana” que tan buenos resultados ha dado hasta ahora. ¿Habrá en plantilla alguien con la función de cuantificar la lascivia del mirar? ¿Una patrulla contra la libidinosidad ocular? A este ritmo de progreso vamos a acabar segregando por sexos. Como antes, pero por diferentes razones. 

El informe del chiquipark de Montero y amigas, ese club de empoderadas, está escrito en el lenguaje al que nos tienen acostumbrados. Ese que combina con virtuosismo la simpleza de ideas de una redacción de segundo de infantil con la farragosidad vacua del proyecto anodino de aspirante a subvención. El informe consigue que todo, absolutamente todo, pueda ser considerado acoso: mirar, no mirar, encargar tareas y no hacerlo, hablar, ignorar, acercarse, hacer gestos, halagar, desautorizar…

He acabado de leerlo agradeciendo a todos los dioses el trabajar en casa y no cruzarme con nadie en mi jornada laboral. No sabría dónde mirar ni qué hacer con mis manos. 

Con todo, no es eso lo más alarmante del nuevo despropósito ministerial. Lo es más, si es que eso es posible, el hecho de que se considere imprescindible que toda empresa subraye un compromiso frente a la prevención y actuación ante al acoso, que se exija una manifestación explícita y literal de tolerancia cero ante un delito.

Esto implica, irremediablemente, que no firmar la papanatez sitúe a la organización en el terreno oscuro de tolerar y casi alentar la comisión de un acto deleznable por parte de sus empleados. Pero igual que no es necesario andar por la calle aclarando a todo ciudadano con el que nos crucemos que estamos rabiosamente en contra del homicidio, del robo y la violación, no es necesario como empresa que aclaremos que no toleramos el acoso en nuestro espacio y que, llegado el caso, se actuaría como corresponde, con contundencia y responsabilidad. Es lo normal, no lo inaudito.

No sé en qué momento caímos en la trampa de aceptar que lo obvio deba ser remarcado, que lo insólito parezca aceptable. Pero, como siga esta moza con mando en plaza, no me extrañaría que acabásemos viendo comités de sabios formados por mendas cuyo único mérito reseñable sea haber dicho en voz alta que el agua moja. Al tiempo.