En el momento en que escribo esta columna todavía no se ha reunido la mesa de diálogo, pero puedo confirmar su primer éxito: se ha naturalizado su existencia. Los cotilleos sobre los asistentes, las disputas internas del independentismo y la incertidumbre respecto a la presencia de Pedro Sánchez han diluido la pregunta fundamental: ¿por qué es necesario crear un foro parainstitucional cuyo elenco, además, incide en la invisibilización de media Cataluña? 

Acusan a quienes nos oponemos a la formación de la mesa de oponernos al diálogo y de insistir en las fórmulas que llevaron al conflicto. Como si el procés no hubiera certificado el fracaso de la política de cesiones y apaciguamiento que han practicado los distintos gobiernos de España durante 40 años. Lo único que hasta el momento se ha demostrado eficaz para aplacar el rodillo nacionalista ha sido la ley. Si Roger Torrent no se atrevió a ser Carme Forcadell no es porque el diálogo estuviera abierto, sino porque Forcadell estaba en prisión.

Huelga decir que la cárcel debe ser el último recurso de un Estado de derecho para protegerse de una agresión. Y coincido con que la necesidad de intervención judicial (la famosa judicialización) se produce por el fracaso de la política. Pero cuando la única política que se practica es la claudicación, la judicialización es inevitable. El Estado no puede permitir ceder en sede judicial lo que se regala en sede política

Los poderes Ejecutivo y Legislativo se han acostumbrado a dejar solo al Judicial en la defensa del Estado de derecho en un ejercicio irresponsable e institucionalmente desleal. Porque cada sesión de diálogo provoca una fuga cuyo derrame terminan achicando los jueces. 

El Gobierno emplea el término diálogo como sinónimo de ceder sin exigir nada a cambio. El nacionalismo ni siquiera se compromete a cumplir la ley, y mucho menos a cultivar en Cataluña una convivencia inclusiva y respetuosa con su diversidad.

Cuando la mesa de diálogo se dé por concluida, el ecosistema mediático catalán permanecerá inalterado, con las televisiones y radios públicas sembrando odio contra los no nacionalistas. Seguirán multando a quien rotule su comercio en castellano y los derechos lingüísticos de miles de estudiantes seguirán siendo vulnerados. Aumentarán las barreras lingüísticas, ya de por sí infranqueables para la mayoría de españoles. Se marcharán los médicos, los jueces y tantos otros profesionales, víctimas de un nacionalismo al que no le preocupa expulsar talento mientras se expulse españoles. Terminará el año sin que el presidente haya explicado el alcance de la injerencia rusa en el momento de mayor debilidad de nuestro país.

No hay mérito en calmar a un niño dándole lo que pide. Pero el Gobierno venderá su mesa como un éxito, mientras las vulneraciones de derechos y la lluvia fina del odio se ceban con esa mitad de Cataluña que nadie sienta a su mesa.