El sábado vi en Eurosport la final femenina del US Open de Tenis entre la británica Emma Raducanu y la canadiense Leylah Fernández, dos jugadoras prodigiosas con tan sólo 18 años. Todo el futuro es suyo. Ganó la primera en dos sets.

Me gusta mucho ver los mejores partidos de tenis por televisión. Amén de la belleza del juego, la emoción que suscita la variable incertidumbre de su desarrollo me deja la mente en blanco, que buena falta me hace. El espectáculo del Estadio Arthur Ashe y su pista azul, con su capacidad para más de 23.000 espectadores, el espacio tenístico más grande del mundo, es soberbio y la realización televisiva lo acrecienta.

El Estadio Arthur Ashe, como saben los aficionados, está en Flushing, un barrio del distrito neoyorquino de Queens. Como otras zonas de la región, fue asentamiento de colonos británicos y, sobre todo, holandeses durante el siglo XVII. El estadounidense Arthur Ashe, a quien recuerdo haber visto jugar (con gafas) de adolescente, ganador de ese mismo torneo (en otro escenario) y también de los Open de Wimbledon y Australia, fue, en los años 60 y primeros 70, el primer gran campeón negro de tenis, y su familia procedía de la trata de esclavos africanos.

Emma Raducanu, aunque vive en Londres, nació en Toronto de padre rumano y madre china. Leylah Fernández (de inequívoco apellido), gran fan del Real Madrid (por cierto), también nació en Canadá (Montreal), hija de un ecuatoriano y de una filipina. Cada una habla tres idiomas.

En un pequeño acontecimiento, podemos comprobar que el mundo es hoy, más que nunca y en algunas de sus mejores manifestaciones, el resultado del movimiento y de la mezcla de las personas.

Una parte considerable de la humanidad siempre ha estado en tránsito, en marcha. Por razones, desde luego, muy variadas: a actividades nómadas; migraciones provocadas por la penuria económica, por la persecución política y religiosa, por las invasiones y las guerras; actividades comerciales; oportunidades y destinos profesionales; viajes exploratorios y de recreo…

No hace falta decir cuáles de estos movimientos han sido y siguen siendo hoy trágicos e injustos, propensos a concentrar dolor, desarrollarse mal y terminar peor. La mezcla de las personas ha existido siempre y ha dado lugar a esfuerzos pagados con el más alto precio (la vida), pero también a resultados muy enriquecedores en todos los órdenes sociales.

Nacidas de padres provenientes de cuatro partes distantes del planeta, el encuentro en la cima de las jovencísimas Emma y Leylah no sólo nos indica que el mundo es hoy fluido y abierto, sino que, por debajo de las tragedias que contemplamos y de los terribles obstáculos que se siguen oponiendo al movimiento o que lo fuerzan contra el deseo de quienes lo protagonizan, hay hilos y senderos que conducen a un bien anhelado.

Y he pensado que en la España contemporánea, en la que tanta memoria y experiencia tenemos de vernos obligados a salir más allá de nuestras fronteras, todavía prevalecen las raíces de una sociedad aislada, localista, sin apenas mezcla, sin aprecio aún por los frutos positivos de la mezcla. Y algunos, encima, poniendo muros entre nosotros mismos.