El nacionalismo es una religión de Estado. Un mito que pretende movilizar los sentimientos de las personas que nacieron en un mismo suelo.

El nacionalismo busca hundirnos en la idea del espíritu nacional con el objetivo de aniquilar la individualidad y la libertad. También sirve de pretexto para acumular autoridad estatal y someternos a una épica que ha justificado los mayores genocidios de nuestra historia (y, fundamentalmente, del siglo pasado).

Toda esta épica, que suele acabar con mares de sangre, se ejecuta para satisfacer el ego de populistas y dictadorzuelos que se sienten superiores por el mero hecho de formar parte de un colectivo inexistente. Por hacer nacido, de mera casualidad, en una parcela puntual de este extenso planeta llamado Tierra.

El nacionalismo ha tomado en los últimos años un protagonismo excepcional en la vida política de varios países y se ha convertido en el credo común de las nuevas derechas (o alt-right). El nacionalismo se supedita a los arcaicos instintos tribales y deja brotar los impulsos reprimidos más narcisistas, fanáticos y ególatras. 

Este nacionalismo que hoy crece con fuerza en Europa tiende a originar las formas más visibles de racismo y xenofobia mientras defiende una política de fronteras cerradas. Y no sólo respecto a los de afuera (los inmigrantes son su principal enemigo), sino también respecto a los bienes importados.

Por eso el nacionalismo recurre a conceptos como la industria nacional, defiende políticas proteccionistas y es tan reticente al libre mercado y la globalización. El nacionalismo está obsesionado con la pureza. Con no diluirse con lo impuro o lo foráneo. 

Al nacionalismo le aterra lo diferente y busca siempre un intruso al que culpar y en el que proyecta su obsesión: la de una supuesta conspiración internacional. El nacionalismo, parafraseando a Mario Vargas Llosa, es el causante de las peores catástrofes históricas. Es “racismo disimulado”.

El nacionalismo es un colectivismo agobiante. Una idea por la cual los ciudadanos deben abandonarlo todo. Incluso entregar la vida. El nacionalismo legitima el absolutismo que se genera cuando se crea una amenaza externa permanente y se alimenta la ficción del traidor. Requiere, por lo tanto, de un permanente culto al poder.

Estos son los ingredientes de esa mentalidad nacionalista obsesionada con la lucha, las victorias, las derrotas y las humillaciones. Es una mentalidad obsesiva y que se autopercibe como entidad superior y suprema. A su vez, busca vender un relato ficticio de la historia, modificarla, alterarla, pensando siempre en “lo que hubiera ocurrido si…”.

El nacionalismo coloca la nación por encima de los derechos individuales. Dicho de otra manera: somete esos derechos a la idea de nación.

Como colectivismo que es, el nacionalismo aniquila todo rasgo de pluralismo y diversidad, y busca uniformar y colectivizar a la masa a partir del mito de la identidad nacional. Lo hace para resguardarse de lo de afuera apelando al proteccionismo, erigiendo barreras comerciales entre fronteras para que los locales sólo comercien con locales y no con extranjeros. Incluso cuando esos extranjeros pueden ofrecernos mejores cosas y a mejores precios.

Todo ese daño merece la pena, según el nacionalista, para alimentar el ego de la nación. Porque el nacionalismo coloca a la nación por encima del individuo.

Karl Popper alertó sobre el irracionalismo primitivo que anida en los seres humanos civilizados, quienes nunca hemos superado del todo la añoranza de aquel mundo de tribus, cuando el hombre era parte inseparable de la colectividad y vivía subordinado al gran cacique. 

En palabras de Mario Vargas Llosa en La llamada de la tribu:

“El espíritu tribal es fuente del nacionalismo, causante, con el fanatismo religioso, de las mayores matanzas de la historia de la humanidad. (…) En los países civilizados, como por ejemplo en el Reino Unido, el llamado de la tribu se manifestaba en los grandes espectáculos o partidos o conciertos que daban al aire libre los Beatles o los Rolling Stones, en los que el individuo desaparece tragado por la masa, una escapatoria momentánea, sana. Pero en ciertos países, esa llamada de la tribu había ido reapareciendo en terribles líderes carismáticos”.

Hoy es evidente el rebrote de un populismo (o, mejor dicho, de un nacionalpopulismo, por su principal componente, que es el nacionalismo) que vuelve a tomar fuerza y que muestra rasgos como la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, el nacionalismo, la homofobia, la islamofobia, el antisemitismo, el rechazo a la Ilustración, la negación de la igualdad ante la ley, el apego hacia las políticas contrarias a la inmigración y también un fuerte aborrecimiento del mundo abierto y globalizado

En pleno siglo XXI, el populismo, al igual que otras tantas quimeras, continúa representando un peligro para la libertad. No importa el origen del que provengan los colectivismos (conservadurismo, socialismo, de derechas o de izquierdas). Siempre, tarde o temprano, se convertirán en una amenaza a la libertad.