Las potencias occidentales hemos infravalorado el riesgo que el infantilismo supone para nuestras democracias. A principios de 2016, el pleno municipal del Ayuntamiento de Barcelona aprobó una moción contra la presencia del Ejército en el Salón de la Enseñanza. Ya en la Feria, Ada Colau reiteró a los dos mandos militares que se acercaron a saludarla que el puesto de Defensa no era bienvenido. La alcaldesa explicó, tras el revuelo provocado, que solo trataba de promover “espacios educativos libres de armas”.

Supongo que la alcaldesa, que ha ofrecido 50 plazas para acoger a mujeres y niñas afganas tras la toma de Kabul, habrá aprendido que la supervivencia de los refugiados depende del brazo armado del Estado y que un soldado es más útil para las afganas que cien mentores en nuevas masculinidades.

Las hazañas bélicas del pasado se celebran para cultivar una identidad política en redes sociales, cantando alabanzas a la Nueve o glosando con palabras cursis la foto de la bandera roja sobre el Reichstag. Gestos infantiles en busca de me gusta. Porque cuando no toca celebrar una efeméride, el exhibicionismo moral adopta la forma de una catequesis laica que predica frívolamente el amor, la paz y los cuidados.

Confío en que las heridas abiertas en Afganistán, en este agosto incierto, nos sirvan para poner en valor los ejes de un Estado que merezca tal nombre: su cuerpo de funcionarios de elite, sus instituciones de Justicia o sus fuerzas armadas. Que las heridas nos sirvan, en definitiva, para aprender que la vida va en serio, que la política internacional redunda en nuestros quehaceres nacionales, y que para ganarse el respeto del que dependen nuestros derechos son necesarias la exhibición, y potencialmente el uso, de la fuerza.

La democracia puede sobrevivir sin los me gusta y los retuits de las fotos de archivo. La cuadrilla que posa triunfal y sudorosa en un París recién liberado no necesita nuestra aprobación. Quizá sí la comprensión de que la fuerza es el último recurso, pero un recurso necesario, para combatir el mal, que no es lo mismo que imponer el bien. Porque si algo ha quedado demostrado tras 20 años de presencia militar en Afganistán es que para ejecutar un proyecto de construcción nacional no basta con regar de millones una burocracia novata y corrupta.

La errática evacuación de nuestros aliados en Afganistán ha demostrado que Europa no puede permanecer por más tiempo bajo el paraguas militar estadounidense. Pero antes de celebrar la marcha del amigo americano debemos preguntarnos, como adultos, cuánto estamos dispuestos a invertir, en euros y en vidas, para no depender de él.