Algo se ha escrito en los últimos años sobre lo que pasa o deja de pasar en agosto. La cosa viene de la antigua creencia de que en agosto nunca pasaba nada y de que, de pronto, comenzaron a pasar cosas gordísimas.

En agosto, sobre todo en torno al día o al puente de la Virgen, los periódicos siempre publicaban una foto de una avenida principal de la ciudad completamente vacía. Ese vacío, mientras las playas se llenaban de panzas al sol, no sólo testimoniaba el cese de la actividad urbana (laboral, comercial, política), sino que era metáfora involuntaria de un agujero casi metafísico: la desaparición provisional de la actualidad.

El presente se esfumaba porque no había noticias, y no había noticias por la suspensión general de toda actividad, reducida a los rituales ociosos e intransitivos de las vacaciones, algo que sucedía en un espacio exterior, lejos del tenso escenario de la acción colectiva propia del resto del año.

Los periódicos reducían su paginación (eso, por otros tristes motivos, también sucede ahora) y sus directores y principales responsables se tomaban un merecido descanso en la creencia de que sus sustitutos de rango menor podrían lidiar perfectamente con algunos crímenes, ahogamientos en piscinas, mortales picaduras de avispas, apoteosis de las fiestas patronales, previsibles muestras de piromanía, entrevistillas a populares en bañador y, en fin, la publicación de esas series de reportajes previamente elaboradas y ya dispuestas a salir de la nevera para llenar papel.

Parece que de pronto, como si se hubiera producido un corte epistemológico o de continuidad en la historia, empezaron a pasar cosas tremendas en agosto, como ahora mismo están pasando, y el mes del vacío se llenó de una actualidad dramática y furiosa que acabó con las anécdotas e introdujo las categorías.

Hagamos una elipsis sobre los numerosos factores concurrentes para decir que, seguramente (a ver por qué no), en agosto siempre pasaron cosas tan importantes como en cualquier otro mes del año. Lo que sucede es que, hace unas décadas, el mundo, teniendo la misma extensión, nos parecía más pequeño por resultarnos lejano y ajeno cuanto pudiera suceder fuera de nuestro reducido perímetro.

Las proliferantes fuentes de información actuales no sólo han ensanchado el mundo, sino que nos han hecho ver y sobre todo sentir que ese mundo extensísimo es nuestro mundo, nuestro pequeño gran mundo, y que todo cuanto sucede en él nos concierne (y así es) como si estuviera ocurriendo en la calle de al lado.

Este es un cambio brutal en la historia de la humanidad y nos depara una experiencia que en absoluto pudieron vivir nuestros antecesores de hace 50 y, no digamos, 100 años y más atrás, de modo que no disponemos de ningún gen que nos permita asimilarla, lo cual, literalmente, nos desgarra.

No sólo ocurren cosas gravísimas, muchas (como quizá antes también ocurrían), sino que se nos aparecen y manifiestan simultáneamente, todas a la vez, en directo y con el mayor detalle, aunque, ay, sin que podamos manejar todas sus causas y sus claves, entre otras razones porque es imposible que podamos conocerlas, entenderlas y procesarlas a la vez.

No estamos preparados neuronal, intelectual, emocional e ideológicamente para asumir todo cuanto de dramático sucede al mismo tiempo. Y las opiniones y creencias que, sin embargo, atesoramos y exhibimos al respecto forman parte de los efectos catastróficos que todos estos acontecimientos provocan, pues corren el riesgo de ser erróneas y de contribuir a nuevos efectos negativos.

¿Qué hacer? Ni idea. Ya es imposible que sólo hablen y sean escuchados quienes saben a fondo de cada una de estas parcelas en estado de combustión. He citado alguna vez (y escrito un artículo parecido) al periodista Carlos Álvarez ‘Cándido’, que dijo algo de los periódicos que entonces me pareció bonito. Dijo que, a primera hora de la mañana, cuando desayunábamos nuestro café humeante y nuestra sabrosa pieza de bollería, la lectura del periódico nos permitía “hacernos cargo del mundo”. Así, tranquilamente.

Me da la impresión (y disculpen el pesimismo) de que hoy el mundo, justamente por la información de que disponemos, es una carga muy pesada, que no podemos hacernos cargo de cuanto sucede en él. Ni mucho menos, en otra acepción del término, encargarnos de él.

Acaso la única solución sea, como quizá siempre haya sido, que cada cual se centre en un pequeño asunto a conocer bien y sobre el que trabajar mejor. La abundante información, que nos distrae y nos dispersa, valdrá la pena (nunca mejor dicho) si sirve para hacer una buena elección del asunto del que hacernos cargo. Y encargarnos.