Sin consultas, sin consenso, sin enmiendas de la oposición, sin escuchar a nadie y con el espantajo de acabar con la educación concertada, la Ley Celaá se cocinó en pleno secuestro de las Cortes Generales para aprobarse después en el siguiente estado de alarma sin más modificaciones que las que exigieron los separatistas y con tanta prepotencia como inanidad pedagógica progre.

[Apostilla para los que reclaman una ley educativa consensuada, pero sólo cuando gobierna la derecha: la Ley Wert se aprobó tres años después de ser presentada y con tantos cambios que acabó no pareciéndose casi en nada a la inicial].

Y ahora, más allá de los titulares que ya fueron motivo de alarma, da verdadero pavor bucear por los curricula de Matemáticas, de Lengua y Literatura o de Conocimiento del Medio, o darnos de bruces con la Formación del Espíritu Nacional en versión Plan 2050.

Ni rastro de adquirir conocimientos o desarrollar capacidades. De sentir el placer del aprendizaje, del reto de ir superando etapas y, sobre todo, de conseguir las herramientas con las que enfrentarse al mundo real con el espíritu crítico y la preparación que ese mundo, de todos modos, va a exigir a las víctimas de esa ley. 

No hablaré de los conocimientos básicos que desaparecen de todas las materias y en todas las etapas educativas (hay que aligerar los temarios porque “nadie debe quedarse atrás”). Pero para la ley socialista, por ejemplo, lo importante en las matemáticas es que tengan un “sentido socioemocional” y que el alumno entienda “el error como una oportunidad de aprendizaje y la variedad de emociones como una ocasión para crecer de manera personal”, tal que los libros de esta materia no fuesen otra cosa que manuales de autoayuda.

Pero, sobre todo, lo importante es que se fomenten las matemáticas desde una perspectiva de género.

Porque resulta que, según los sesudos análisis de los más variados chiringuitos creados para llegar a conclusiones como estas, las mujeres se inclinan menos por carreras técnicas y hay menos mujeres científicas por los seculares estereotipos de género y no porque las mujeres elijan una carrera u otra porque les dé la real gana.    

Que levante la mano la mujer que se haya sentido insegura por el hecho de ser mujer a la hora de resolver una suma, una ecuación de segundo grado o un logaritmo neperiano. Que la levante aquella que haya creído que su sexo era una barrera para decidirse a estudiar una carrera técnica. Y que la levante muy, muy alto aquella a la que le hayan prohibido cursarla o sugerido que optase por otra “más femenina”.  

Puede que en el mítico mundo de la podemía o en la Tierra de Nunca Jamás del progresismo importado existan esas mujeres a las que hay que redimir de la opresión intelectual de su sexo. Pero en el mundo real, en el que abarca su generación, la de sus madres y hasta puede que en algún caso la de sus abuelas, definitivamente no.    

Y si hablamos de la asignatura de Lengua y Literatura, ¿el supremo goce de leer? ¿El de ser capaz de plasmar un pensamiento complejo o simple con las palabras y la estructura gramatical apropiadas? 

Nada. De lo que se trata es de que los alumnos sean personas “comprometidas con el desarrollo sostenible, la defensa de los derechos humanos y la convivencia igualitaria, inclusiva, pacífica y democrática”. Pero también de que identifiquen “los casos de racismo y sexismo en la sociedad” y de que reconozcan, además de las fake news, “los discursos de odio, estereotipos y discriminaciones”.

¿Con qué criterio? Sólo con el de la ética pública que marca el Gobierno. Y si hay alguna duda doctrinal, para esto estará el catecismo laico de la progresía liberticida. Concretamente, lo que llaman en la ley asignatura de Valores Cívicos. Pura dictadura del pensamiento.

Porque al final, de eso se trata. La educación como oportunidad. No para crecer, sino para adoctrinar.