“La mujer gesta y el varón insemina” decía Platón. Y estas dos funciones sexuales (vinculadas a determinada composición bioquímica, morfofisiológica y etológica) no son intercambiables ni transformables. 

Ello sigue valiendo, por mucho que se haya desarrollado la ingeniería genética, de tal modo que no puede haber transición de mujer a varón ni viceversa en tal sentido. Aquí, además, se produce una asimetría entre varón y mujer que tampoco es salvable. A saber: que mientras que el varón puede inseminar a varias mujeres simultáneamente, la mujer sólo puede gestar a partir del semen de un único varón.

Esta asimetría puede neutralizarse culturalmente. Por ejemplo, a través de la norma de la monogamia y el castigo o penalización (estigmatización) de la poliginia, tratando de asegurar al varón en el seno de la misma familia. Pero la asimetría bioetológica permanece.

Desde un punto de vista bioquímico, genético pues (que es el plano en el que se define el sexo), no existe un individuo trans. No es posible una transformación de esas características. Un hombre trans es un varón y no puede dejar de serlo, por más que se transforme fenotípicamente a través de la hormonación, o la cirugía, o lo que se quiera. Igualmente, una mujer trans sigue siendo una mujer.

Y es que el genotipo ligado al sexo no es transformable desde el punto de vista individual. Y, por supuesto, esas transformaciones individuales (fenotípicas) tampoco son heredables. La barrera Weismann sigue estando ahí, a pesar del lamarckismo.

De este modo, una mujer trans, a pesar de su apariencia masculina, sigue teniendo la posibilidad de gestar. De tal modo que, si se diera tal caso, sería la prueba más evidente de que no hubo transición de ningún tipo. Un hombre no puede gestar: no existe ni puede existir el hombre embarazado.

El sexo, en definitiva, no se puede autodeterminar a voluntad porque esa intención se topa con la realidad, con la realidad de la biología, según dijeron en su momento los Monty Python a propósito de Loretta.

La llamada Ley Trans, recién admitida a trámite en el Congreso, pretende saltarse esta realidad y despatologizar la disforia de género a base de que el propio ordenamiento jurídico mantenga la ficción en la que vive el que padece ese trastorno.

Sería discutible, en efecto, dictaminar como un trastorno (psiquiátrico) el que sufren aquellos individuos que no aceptan la condición sexual en la que están.

También, y en lugar de tratarlo como tal trastorno, intentar paliar los perjuicios sociales que puedan acompañar a dicho trastorno (derivados de su propia consideración como trastorno) y transformar el entorno para que tal individuo sea tratado en función de su sexo sentido.

Es decir, se podrían establecer todo tipo de reformas que conduzcan a que, desde el punto de vista civil, ese individuo pueda ser reconocido como una mujer cuando biológicamente es un varón. O viceversa.

Pero lo que es irrealizable es transformar realmente un varón en una mujer, o viceversa. Como es irrealizable convertir a un hombre en pájaro, por mucho que este se sienta tal. No tendría ningún sentido hablar y proponer acciones legislativas para que ese hombre pueda consumar su derecho a volar.

Lo que hace la Ley Trans es borrar las diferencias reales entre hombre y mujer (con las consecuencias negativas que ello implica en relación con los derechos ligados al sexo) para que dicha transición se pueda realizar de pleno derecho, cuando la transición es imposible.

La Ley Trans opera en el vacío y pretende facilitar unos derechos que no puede garantizar porque, sencillamente, no existen ni pueden existir. Como no existe ni puede existir el derecho a volar de un hombre que se cree pájaro.