Querida carta abierta:

Me das tanta pereza, criatura, que me quitas hasta las ganas de leer.

Te encuentro en todas partes, como a un ex en una ciudad de provincias (en Madrid no). Que si carta abierta a Pedro Sánchez, que si carta abierta a los animales, carta abierta a Pablo Iglesias, carta abierta a Arcadi Espada, carta abierta al camarero que riñó a los hijos de alguien, carta abierta a un señor que pasaba por allí, a Ana Iris Simón, a mi tía la del pueblo, a los intolerantes a la lactosa… 

Yo sé que no es culpa tuya, que sólo eres un recurso estilístico excesivamente manoseado. Eres el nuevo cupcake, el gintonic con cosas de ahora, el estampado de flamencos del momento. Así que me vas a disculpar que te humanice, pero es que es parte del chiste, tú ya me entiendes. Sígueme el rollo.

Lo malo de la epístola, te diré, cuando no es íntima y cómplice, cuando no hay un interés sincero de comunicación, incluso en el reproche, es la grandilocuencia.

Escribir una carta abierta sin sonrojo precisa del convencimiento de que eso que tienes que decir a alguien, y que no va a ser dicho con un café por medio, dos copas o un “ven, que te comento”, debe ser escuchado, además de por esa persona, que a saber si le interesa o lo necesita, también por todos nosotros. 

Una carta abierta es, eres, como un polvo en un escaparate, un alarde innecesario de pornografía emocional, un enseñarnos los calzoncillos abriéndose la gabardina con cuestionable swing de caderas. Porque las cartas, las abiertas (y las cerradas), siempre dicen más del que las escribe que del que las recibe, como los insultos y los piropos.

Y, además, la información más interesante siempre está en el interlineado, que es exactamente donde se esconden las miserias.

Ay, querida carta abierta, tan sobada como una puta vieja, con lo que pudiste ser y no has sido: un buen denuesto entre dos íntimos enemigos, una confesión de amigo querido, una febril declaración de amor, una despedida sin esperanza, un gélido acuse de recibo…

Mira cómo has acabado, ridícula y patética, como un grito desesperado al vacío con apenas eco, un plantarte en el AVE con gafas de sol, chándal de tactel y tacones para chillar "fotos no” mientras nadie te persigue. La favorita de las becarias de las revistas cool hasta que se ponga de moda el caligrama. 

Debo, sin embargo, reconocerle a mi querido y admirado Santiago González la utilidad del formato en determinadas (muy contadas y excepcionales) ocasiones. Lo hago con la boca chica y porque lo contrario sería deshonesto. Además, esta leve discrepancia nuestra le humaniza a mis ojos. 

No quiero hacer sangre, querida, porque tú no tienes la culpa (ya te he dicho al principio que no eres más que un truco literario, pobre, qué culpa vas a tener tú que ni siquiera respiras), pero es que sólo se me ocurre una cosa peor que ser carta abierta y te lo tenía que decir: ser WhatsApp en pendientes de leer.

Siempre tuya,

Rebeca