Era noviembre de 2006, en la puerta de un hotel de La Rambla de Cataluña. Un puñado de locos felices celebraba que un chaval de la Barceloneta había conseguido tres escaños en el Parlament para un partido nuevo.

Un partido constitucionalista que desafiaba al nacionalismo y a su establishment institucional y mediático. “¡Toma tres, TV3!” coreaban ante las cámaras, abrazados, con las sonrisas anchas y las pupilas brillantes. Ninguna encuesta había contado con ellos. El chaval se llamaba Albert Rivera y el partido nuevo, Ciudadanos.

De aquello no hace aún 15 años, pero muchas cosas han cambiado. Hasta la llegada de Ciudadanos, en el Parlament no se hablaba castellano, que es la lengua materna de la mayoría de los catalanes. Hasta la llegada de Ciudadanos al Parlament, nadie se había atrevido a decirle a Pujol: “Ya no cuela”.

Ya no colaba la corrupción. Ya no colaba aquel régimen nacionalista que creaba catalanes de primera y de segunda. Y ya no colaba que PP y PSOE favorecieran ese estado de cosas en Cataluña a cambio de apoyo en Madrid.

Con ese discurso de igualdad entre españoles, de oposición al nacionalismo y de regeneración democrática, Ciudadanos dio pronto el salto al Congreso de los Diputados.

La Gran Recesión había llevado la indignación a las calles de toda España. Habíamos dejado de ser un país de oportunidades, nuestra economía languidecía, nuestros jóvenes tenían que marcharse, pero el bipartidismo seguía instalado en las atalayas del Estado, donde pensaba que el ruido no podía alcanzarles. Les alcanzó.

Con la irrupción de Ciudadanos y Podemos, PP y PSOE tuvieron que aceptar que no podían seguir con el sistema de turno que durante cuatro décadas les había permitido alternarse en el poder para gobernar de espaldas a la mitad del país.

El nuevo pluralismo parlamentario amplió el menú de opciones políticas a disposición de los españoles, y los españoles, especialmente los jóvenes, demandaron otra forma de hacer política que requería negociar, llegar a acuerdos.

El centro aceptó el reto. En aquel año 2016, Ciudadanos tendió la mano a PSOE y PP para poner en marcha un gobierno que por primera vez dejara fuera de juego el chantaje nacionalista e impulsara las reformas tan largamente pospuestas.

Ciudadanos quería ser como el partido reformista que había defendido un día Azaña: “intransigente en los principios”, pero “flexible” en la búsqueda de acuerdos que permitieran su implementación.

Y fue garantía de estabilidad y firmeza constitucional cuando llegó la hora más oscura de la democracia, en otoño de 2017.

El independentismo había asestado un duro golpe a la Constitución del 78 y el gobierno del PP había actuado tarde y mal, mostrándose incapaz de contenerlo.

Por su parte, el PSOE de Pedro Sánchez andaba aquellos días pidiendo la reprobación de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría por la actuación policial del 1 de octubre, dando ya muestras de una deslealtad que culminaría en la elección de socios que veríamos después.

Ciudadanos fue entonces una excepción balsámica. Renunció a desgastar al gobierno en un momento de emergencia nacional y marchó por las calles de Barcelona junto a cientos de miles de catalanes que se sentían desamparados por el Estado.

El reconocimiento social llegó con la victoria electoral de Inés Arrimadas, que se convirtió en la primera constitucionalista en derrotar al nacionalismo en las urnas. Del “¡Toma tres, TV3!” al toma 36.

Después, la moción de censura abrió en canal a un país que desde entonces se desliza por la pendiente de la polarización. Sánchez se alió con Podemos y entendió que incorporar la gran bolsa de escaños nacionalistas y periféricos a su investidura lo haría casi invencible.

Por otro lado, el rencor contra sus políticas ha dado alas a un populismo en la derecha que se alimenta de la desesperación, amenaza los consensos sociales que sostienen la convivencia, niega el pluralismo democrático que es la base del liberalismo y ataca el proyecto europeo con un discurso nacionalista y anticosmopolita.

El buen papel de Ciudadanos en los gobiernos regionales y municipales en los que participa no ha servido para revertir la tendencia descendente del partido.

El vaciamiento del centro, las dificultades a las que hace frente cualquier socio junior en una coalición para capitalizar los éxitos de gestión y los errores tácticos cometidos por las direcciones han dejado a Ciudadanos en una situación crítica.

Tanto, que hoy se pone en duda la continuidad de aquella feliz anomalía histórica que floreció en Cataluña hace 15 años. Y durante más de una década nos hizo creer que el antagonismo de los bloques podía superarse, que el gobierno de la nación no tenía por qué plegarse a los intereses nacionalistas, que las instituciones y los reguladores podían ser independientes y que las reformas estructurales al fin llegarían.

Que el lector decida si el país ha desmentido la hipótesis del centro o si, por el contrario, la situación actual hace más necesario que nunca aquel programa de gobierno.

Pronto se cumplirán dos años de unas elecciones generales en las que Ciudadanos obtuvo 57 escaños y en las que a punto estuvo de sobrepasar al PP y convertirse en la segunda fuerza del país.

En el camino de La Rambla de Cataluña a la noche madrileña de Alcalá 253, Ciudadanos se había hecho grande, pero las fotos de aquel día muestran las mismas sonrisas anchas y un brillo idéntico en la mirada.

Desde entonces han cambiado muchas cosas en España. Se han desvanecido algunas ilusiones y han retornado algunos viejos fantasmas. Han caído colosos y nacido estrellas nuevas.

Pero, si algo hemos aprendido desde 2015, es que en política ningún equilibrio es eterno. También volverán las noches felices del centro.