Nunca he sido una de esas personas con argumentos claros e inamovibles sobre cualquier cuestión vital. Tengo unas pocas cosas claras y la mayoría se basan en hechos empíricos: 

Algún día moriré, así que más me vale aprovechar el rato que ando por aquí.

La felicidad está hecha de decisiones y estas han de ser mías y de nadie más.

La calidad de tus relaciones determina lo contento que andas por la vida. 

Me gusta crear porque me fascina la experiencia de que haya algo donde antes no había nada.

Ser madre es agotador y difícil hasta límites insospechados.

Bailar y reír son actividades que me fascinan. 

El resto para mí es incierto, de manera que, ante la duda sobre una cuestión no opinable, me dejo aconsejar por los que sí saben. O mejor, por los que demuestran cada día que saben.

Sobre Covid y vacuna, pregunto a médicos y científicos, como el doctor Eduardo López Collazo.

Sobre organización y logística: a mis amigos de mente ordenada. 

Sobre buenos restaurantes: a gente que se fija en la calidad de la comida y el servicio, no en el ver y ser visto.

Sobre cine y series: a mi amiga Carmen, ganadora de ocho premios Emmy.

Sobre los misterios de la mente: a Igor Fernández, psicólogo, persona inteligente y sensible hasta decir basta.

Sobre temas jurídicos, a los abogados.

Vamos, lo que el sentido común indica.

La cosa es fácil. Sabe el que sabe, no el que dice que sabe, que es otra versión de "las cosas son lo que son, no lo que se dice que son".

Curiosamente, estas personas sabias en lo suyo se cuidan mucho a la hora de ofrecer su punto de vista si no se lo piden, se aseguran de no ser demasiado generalistas y, por supuesto, están abiertos a todo aquello que tenga sentido, que aporte y de lo que haya evidencia probada. 

Algunas verdades sí son absolutas, menos mal.

En el extremo opuesto están los que hablan porque tienen boca, los que de todo opinan, los que golpean con sus subjetividades las mesas ajenas.

Cuando esto sucede en el ámbito de lo privado, los perjudicados no son muchos, pero ay, cuando a los opinadores se les da un altavoz, una página, una cámara o un escaño. Ahí la hemos liado.

Salvapatrias, personas con argumentos tan pétreos como infundados, cuya misión existencial es demostrar que tienen la última palabra. Siempre. Y el resto, en el mejor de los casos, con el suficiente criterio como para filtrar la información; en el peor, tragando sin criba alguna.

Mientras ellos intentan convencer a todo bicho viviendo de que su veredicto es el de Dios, yo sigo, como tantos, oscilando entre si lo adecuado es el confinamiento que sufren tantas provincias, o el despiporre madrileño. Aunque sí afirmo que prefiero vivir esto último pecando, quizás, de egoísta e irresponsable. 

No sé está bien o mal que Rocío Carrasco salga en Telecinco rajando lo más grande, ni tengo por que saberlo. Básicamente porque cada uno con su vida hace lo que le da la gana (otra cosa que tengo clara) y si no quiero, nadie me obliga a verlo.

Sí creo que su ex es un cabrón porque así lo demuestra el hecho de llevar veinte años ganando pasta a base de poner verde a la madre de sus hijos. Sé quién me cae mal y este tío me cae mal.

No, si al final, dudaré menos de lo que había previsto.

La vida nos enseña, o debería, que entre el blanco y el negro hay un abanico infinito de posibilidades y que no siempre hemos de decantarnos por una de ellas si no nos va la vida en ello.

Tener la razón en todo es, por un lado, imposible y, por otro, agotador. Pronunciar unos cuantos "no sé" al día alivia. Hay certezas que no le pertenecen a nadie, no todo se basa en afirmar o negar.

Al fin y al cabo, la evolución se basa en formular preguntas más que en encontrar respuestas.