De un tiempo a esta parte, la transgresión, entendida como acto más o menos radical de indagación y conocimiento, se ha vuelto una misión imposible. Estorban el empeño lo fácil que es transgredir sin pretenderlo, la cantidad de mensajes y conductas que se publicitan como transgresiones y son sólo barquitos de papel en la corriente, y la falta de interés por las ideas que nos imponen la tarea penosa de reconsiderar el lugar común.

Yendo por partes: la transgresión involuntaria. A fuerza de extremar la exigencia de todas las formas conocidas de empatía, las personas consideradas y respetuosas (quedan al margen los faltones, los bocazas y los pendencieros, a quienes les importa un pimiento la onda expansiva de sus palabras) se exponen constantemente al riesgo de ofender sin querer a cualquiera de los muchos susceptibles que siempre andan prestos al agravio. Cuando cualquier nimiedad puede ser pecado nada lo es, y el ruido que la transgresión produce es vano e improductivo.

Segundo: la transgresión fingida. A estas alturas, debería resultar risible el empeño de alguien por venderse como malote cuando hay una legión de fans dispuestos a aplaudirlo, cuando no hace más que arar el surco por el que ya pasaron cientos y donde hay otros miles dispuestos a pasar la reja o cuando para colmo y mayor difusión de su empeño dispone de subvención administrativa, inversión capitalista o el aplauso del poder. Y sin embargo sucede, cada día, y hay que soportar el ceño fruncido, la mirada intensa y la palabrería incendiaria del agraciado. Con esos referentes, la transgresión se convierte en caricatura.

Tercero: el desinterés general por lo que de veras se sale de la norma, de lo esperado y de lo plácidamente consabido. Quien se echa a la espada el deber de decir o hacer cosas con auténtico sabor de novedad, imprevistas y potencialmente inoportunas, y por todo ello transgresoras (no sólo zafias o groseras, que para eso cualquiera vale), asume una labor difícil e incierta a la que no corresponde beneficio inmediato. Le costará encontrar quien le patrocine, tener público, ser tomado en cuenta siquiera. Los que prescriben suelen estar más atentos a aquello que confirma sus expectativas (es decir: se ajusta a los patrones) y entre los que reciben sus prescripciones la pereza hace estragos. Así, lo que se incentiva no es la verdadera transgresión, sino pacer sin más con el rebaño, o espantarlo a berridos, que poco cuesta.

Por todo esto, hay que saludar con alborozo la sorpresa que representan la escritura y la publicación de un libro como Feria, primera novela de la joven escritora Ana Iris Simón, y el éxito que la está acompañando, de público, crítica y hasta premios, tan esperanzador como merecido. Contra muchos de los tópicos que conforman el discurso de su propia generación, la autora se cuestiona la fascinación cosmopolita, la vida líquida y lúdica y la propensión quejumbrosa de quienes no lo tienen más difícil que aquellas gentes que sacaron adelante a sus familias en un país asolado por la guerra y la posguerra y desconectado del resto del mundo. A esas generaciones, representadas por los mayores de su familia de feriantes y de carteros, las reivindica y les rinde un homenaje tan hondo y tan desacomplejado como conmovedor, que se extiende al espacio rural manchego de sus orígenes.

Escribe Ana Iris Simón con la conciencia de quien sabe que infringe la etiqueta imperante pero siente que tiene que hacerlo, y por eso no necesita alzar la voz ni faltarle a nadie. Su relato es íntimo, emotivo, irónico, sereno y profundo, y se expresa con la sencillez admirable de una prosa diáfana y genuina. Osa decir que añora cuando se podía tirar petardos porque importaba más la diversión de los niños que el susto de los perros. Y en su voz hay una catarsis, una transgresión verdadera e inesperada.