Llevaba cuarenta años yendo al bar a eso de la una y media, y calzaba ya noventa: cuando lo veían aparecer por la puerta, el camarero empezaba a servirle la cerveza sin alcohol que en los últimos tiempos prefería pedir y la cocinera le iba envolviendo el menú del día para llevar. La costumbre es algo extraño. Algo inquietantemente sólido.

El otro día llegó el caballero a su garito histórico con la cara de un familiar muy viejo, de un amor casi sanguíneo; con la cara del anciano que desea pocas cosas pero siempre las mismas; con la cara del ritual y del tiempo, con la cara amigable y cansada de todas las semanas y las décadas anteriores, con la cara que protegía todos los secretos de su vida, y mientras caminaba hacia la barra, como el martes, como el jueves, como el viernes de antes, se desplomó en el suelo, ante la mirada atónita de los comensales. Mi tío le masajeó el corazón, sin éxito. Llamaron a la ambulancia, a la policía, pero el señor había muerto. Se puede decir que ese hombre murió en su casa, porque un bar te habita y te entierra. 

Los que hemos crecido en un bar sabemos que no hay otro hogar posible. Los que hemos mamado el negocio familiar de los cafés cortados, del tabaco derrapando por la máquina, del serrín en el suelo de la cocina para no resbalar en las carreras, sabemos que no existe otra democracia: sólo la de la gente distinta y hermosa que se mezcla en las tabernas, gente a la que se puede hacer feliz con cosas sencillas, como comida, bebida y educación -que es tan gratuita y tan cara-, con ciertos dotes de seducción campechanísima para construirle un hogar al forastero, con un agradecimiento subterráneo a todos los que llegan y se quedan porque forman parte, sin pretenderlo, de tu familia. De una familia que te elige todos los días.

Los clientes de siempre, los feligreses fieles al bar, los paisanos merendando en las tardes, son la única España que me interesa, la única lección de humanismo y de autenticidad que he recibido en la vida. Una patria, que es la mía, en la que los camareros fortísimos y toscos del bar de mi abuelo me llevaban en volandas siendo diminuta, en la que me subía a las cajas de Coca-cola para llegar a la máquina registradora y teclear el cambio, en la que mi preciosa tata Elvira me enseñaba a servir copas de helado imperiales y me hablaba de sus novios tolais y su pelo rizado siempre olía a espuma mojada y perfume.

Toda la vida escuchando “¡una de chopitos!”, “¡que sean dos de calamares!”, “¡otra de croquetas!”, como el zumbido de las cosas buenas y sacrificadas, de las cosas que funcionan, de una batalla dolorosísima que se libraba en los días en los que toda mi familia se partía el lomo currando y sudaban a la gota gorda para solventar los almuerzos del barrio entero. Era un espectáculo verles trabajar. Yo vengo de un sitio donde siempre cabe uno más en la mesa, donde uno se aprieta y hay comida para todos, donde cualquiera es bienvenido y todos tienen rango de majestad, de compadre, de amigo, un lugar sin distinciones ni clases sociales de donde mamé generosidad, fatiguitas y alegrías, como en las coplas jondas.

Donde vi a mi prima Alba hacer los deberes en el comedor. Donde admiré tantas veces a mi abuela con su delantal blanco y rosa, reina y señora de la cocina, adicta a cuidar a los demás, suprema en su vocación de servicio, con enormes quemaduras del aceite en los brazos diciendo “esto no es ná”. “Yo soy cocinera y si volviera a nacer, volvería a serlo”, lanza ahora, como un miura incombustible, a la gente que conoce, a modo de presentación definitiva. No somos nadie, che. No somos nadie al lado de ella.

Qué raza, mi abuela, qué hembra. Qué arroces, qué carnes, qué guisos. Y cuántos años, cuánto dolor, cuántas varices. La recuerdo con las piernas hinchadas, saliendo como un hada madrina con cortes en los dedos entre el humo de los fogones, y besándonos muy apretado y muy rápido cuando volvíamos del colegio. El comedor siempre estaba lleno y ella nunca tenía tiempo.

Todo el rato me reúno en mi cabeza en aquellas mesas con manteles de papel de la infancia, con las patatas fritas y el bote de ketchup Prima, con el estómago rugiendo a las cinco de la tarde, porque la familia come cuando todas las mesas ya se han ido, sólo faltaba, hacer a alguien esperar por nuestra culpa, ocupar el sitio que podría estar ocupando otro.

Una es cosmopolita siendo provinciana profunda porque viene de un bar; una no tiene carisma ni energía ni capacidad de entrega, sólo educación sentimental de bar. Ya podía yo ver a mi abuelo y a mis tíos y a mi propio padre con un humor de perros cagándose en diez -por no decir en dios- en la casa a la mañana, que cuando cruzaban el umbral del bar se les cambiaba la cara y eran todo amabilidad y cachondeo; porque para la gente hay que estar bien.

Era de una psicología tremenda, terquísima, entrenada. Espantar los demonios y las depresiones, dar lo mejor de ti a los demás, formar parte de su calidez y no de su amargura. Eran actores y camareros y cocineros y limpiadores y psiquiatras y comediantes y economistas y mediadores en las peleas y en los dramas de la zona; eran confesores y modelos -sobre todo mi Titi Miki, el más guapo de Los Villares- y espartanos y fontaneros y enfermeros y hombres buenos, por encima de todas las cosas, hombres buenos.

De pocas vainas se puede sentir una tan orgullosa en la vida como de que tus colegas prueben los churros del bar de tu familia y te digan que están cojonudos: ahí sí que me hincho. ¿Que te gusta un texto mío? Me la pela, lo importante son los churros, la única savia verdadera. Y los niños que crecimos en los bares, como mi amigo Dani y yo, nos damos cuenta siendo ya un poco viejos de que nos queda mucho de eso: un entusiasmo infinito por la gente y por sus charlas, una devoción extraña por conseguir que se sientan bien, unas ganas tremendas de invitarles a subir y agasajarles en este bar que es carne nuestra, en estos pisos de Madrid donde ahora improvisamos las barras y las cervezas y los desayunos sobre nuestras espaldas hedonistas, sobre las espaldas que jamás cargaron nada; pero un bar siempre se lleva a cuestas, como el caparazón de una tortuga, porque un bar, sobre todo, es una casa.