Pepe Le Pew, una mofeta que no existe, enamorado hasta las trancas de Penélope, una también inexistente gata, es acusado de fomentar la cultura de la violación y el acoso por su ficticia insistencia en el cortejo. No es una noticia de El Mundo Today, lo juro, es una columna de Charles M. Blow para The New York Times. Poca broma. Una sátira en formato cartoon de la figura clásica del don juan galo, de un naif abrumador, que despliega torpemente sus artes de seducción para cautivar, inasequible al desaliento, a la reticente gatita Penélope, responsable de normalizar actos deleznables. A la hoguera.

En esa misma columna, Speedy Gonzales, un ratoncillo de dibujos animados, un trazo animado sin aliento, es acusado de popularizar el estereotipo del mexicano como vago y borracho. Ese mismo argumento dejaría fuera de circulación un porcentaje considerable de las rancheras que, el que más y el que menos, hemos tarareado a gritos en alguna ocasión con un buen copazo en la mano y abrazados a otros no menos dipsómanos, mexicanos o no.

Tras esto, tras el anuncio también de que dejan de editarse algunos títulos de Dr. Seuss (autor de obras infantiles tan inolvidables como El Grinch o El Lorax), la iniciativa que pedía la retirada de los conguitos por ser un snack racista (los cacahuetes con chocolate ya no son una delicia, ojo, sino un ataque desalmado a una minoría étnica) y el anuncio de que Mr. Potato ya no va a ser Mr. Potato sino Potato Head con el fin de eliminar las normas de género tradicionales, me inquietan básicamente por dos cosas:

Una, la vocación, el empeño y la constancia tuitiva de la parte más desilustrada y superficial de nuestra sociedad. Aquella que, precisamente, es la única incapaz de ver en cada una de esas ficciones más allá del más mínimo prejuicio, sobredimensionándolo y dotándolo de una capacidad de influencia negativa en los otros, no en ellos por supuesto, capaz de condicionar a todo un colectivo al completo. La perversión es doble: consideran tonto e influenciable al otro, merecedor de protección, y perspicaz y moralmente irreprochable a sí mismo.

Dos, que estos actos, tan de alicatado, son pura superficialidad y no tienen influencia ninguna en las causas legítimas a las que apelan ni en la resolución de los problemas o injusticias que pretenden paliar. No van a la raíz, sino a la apariencia ¿De verdad las mujeres sufrirán menos acoso tras la desaparición de una mofeta de dibujos animados? ¿En serio el mundo es menos racista si nadie puede leer “si yo dirigiera el zoológico”? ¿Si nadie comiese cacahuetes con chocolate? ¿Speedy Gonzáles, un ratoncillo con sombrero, es un peligroso racista que convence al mundo entero en siete minutos de que los mexicanos son todos unos vagos y unos borrachos? ¿Por qué no de que son rápidos y divertidos?

Pensar que un niño que vea Pepe Le Pew, uno sin severos problemas cognitivos diagnosticados o sin diagnosticar, va a crecer pensando que tiene derecho a acosar o violar mujeres y que eso es lo correcto y normal, es como pensar que va a crecer convencido de que las mofetas hablan, los ratones organizan fiestas dentro de las paredes, que al comer un conguito odiará inmediatamente a un afroamericano, o que existen los leones con diez pies.

Lo que ocurre con Mr. Potato, qué desolador, es una metáfora perfecta de la manera de solucionar los problemas en la sociedad actual: lo dejamos como está pero le cambiamos el nombre. Y la caterva, autocomplacida del logro, aplaude.

Poco nos pasa.