Contaba un amigo mío, peruano con gracia casi andaluza, el momento de desconcierto vivido al llegar a mediados de los noventa a nuestro país.

Recién aterrizado y caminando todavía por la terminal de Barajas (entonces solo Barajas, hoy Aeropuerto Madrid-Barajas Adolfo Suárez), comenzó a escuchar a todo el mundo, independientemente de la edad, utilizando con soltura y normalidad palabras incomprensibles para él como “condemor”, “diodenal” o “fistro de la pradera”.

Nos contaba su estupor ante esos vocablos, que reconocía como fonéticamente correctos pero que no era capaz de comprender, ni siquiera por el contexto. Su lengua materna, una que conocía perfectamente, le resultaba en ese momento indescifrable. No compartía el código.

Me he acordado de mi amigo y su anécdota estos días, leyendo a Echenique apoyar desde sus redes sociales a los “jóvenes antifascistas”, pobrecillos adolescentes descontentos, y apenas podía relacionar ese enunciado con lo que ocurría en ciudades como Barcelona y Madrid, con esas imágenes de contenedores ardiendo, adoquines volando y violencia callejera. Intentando imponer sus ideas por la fuerza. Jarl.

Es lo mismo, exactamente, que siento desde que la señora de Iglesias tiene mando en plaza y se encarga de la gestión del chiquipark para adultas en que ha convertido el Ministerio de Igualdad.

Desde el advenimiento de Montero, ¿te das cuen?, el término “feminista” designa a todos aquellos convencidos de que la mujer no es igual que el hombre, que necesita tutela y ayuda extra para conseguir los mismos resultados que el hombre, mermadita de nacimiento. Que la genitalidad nos lastra (en el sentido de disminuir nuestra calidad, no en referencia a la portavoz del PSOE, aunque compartan campo semántico).

Machista, sin embargo, es la denominación ahora de todos los que creemos en la igualdad real del hombre y la mujer, en derechos y deberes, sin diferencias de ningún tipo ni ante la justicia, ni ante la administración, ni ante un proceso de selección siquiera. A guan, a peich, a gromenaguer.

Fascista ya no apunta al que ostenta y defiende una ideología totalitaria y antidemocrática, ahora señala a cualquiera que ose discrepar lo más mínimo con una concepción del Estado radicalmente de izquierdas, alejada del verdadero espíritu democrático, del pensamiento ilustrado y basada en la emocionalidad y el identitarismo. Una izquierda, la designada por el término “izquierda”, que levemente tiene que ver con el argumentario de lo que entendemos por izquierda. Capaz de señalar como “ultraderecha”, aquí viene otra, a todo lo que no abarque su propio perímetro ideológico, sin apenas gradación. Especialmente a una buena cantidad de ciudadanos que ejercen su derecho a votar con libertad otorgando su confianza a formaciones legales. A puntito casi de establecer como moralmente obligatorio ser de izquierdas. De esta izquierda, no de la otra. No se me líen justo ahora que acabamos. Que no te digo trigo por no llamarte Rodrigo, pecador.

Podría seguir, que hay para rato, pero ya me he ventilado la columna. Reconozcámosle al menos a Podemos, es lo justo, su capacidad para transformar el lenguaje y conseguir que una buena parte de nuestra sociedad lo incorpore tan ricamente. De dotar a las palabras de un significado nuevo y quedarse tan pichis. Más que nuevo, antagónico, diría. Desde Chiquito de la Calzada, torpedos, no se había visto nada igual. Hasta luego, Lucas.