Cuando la filosofía contempla el tema de la libertad siempre llega al problema de sus límites. Quien razona sobre la conveniencia de que todos y cada uno podamos gozar de la libertad se encuentra, temprano o tarde, con la inevitabilidad de establecer restricciones.

Como eso suena a paradójico (y reconozcamos que, en buena medida, lo es), no suele ser entendido por los niños (por ello, su educación), poco capacitados todavía para asimilar las complejidades más elementales y muy propensos a hacer valer la tiranía de sus deseos egoístas, sin comprender que tal tiranía merma su propia libertad e indiferentes al menoscabo que supone para la libertad de los demás.

Pero, por si acaso, dejémonos de filosofías, que ya apenas se estudian en las escuelas, y de ahí se deriva una parte del importante déficit de comprensión de la realidad y del superávit de dificultad para comportarnos adecuadamente que padecemos.

Expliquemos a nuestros queridos niños, simplemente, el código de circulación. Admitamos, digo yo, que el código de circulación (criticable y perfeccionable) cumple suficientemente con sus fines: garantizar la libertad de movimientos de vehículos y personas.

Tal libertad se consigue con el concurso de normas y prohibiciones: no se puede ir en dirección contraria, no se puede aparcar en doble fila o en ciertos espacios, no se puede adelantar en según qué tramos, no se puede superar una determinada velocidad, hay semáforos en rojo que nos detienen…

Gracias a todo eso, vamos todos a donde nos da la gana, pues las restricciones evitan los colapsos totales y los accidentes constantes.

Qué rollo, dice el niño desde su triciclo, con el que quiere corretear a su antojo y a toda pastilla por la casa, por la acera y, si tercia, por la calzada. Un rollo, sí, majo, ya comprendo. Y más rollo aún es tener que explicártelo, pero no queda otra.

Están pasando en la política española un montón de cosas inquietantes y perturbadoras. Y muy tristes. Tristes, no sólo porque indican un mal proceder sustancialmente político y democrático, sino porque señalan la ausencia de un conocimiento y de un entendimiento cabal de las cosas en general (de la libertad, por supuesto), una falta de ese sentido común al que los niños todavía no han podido acceder desde su narcisismo, su egocentrismo y su escaso o nulo control de sus deseos, esos deseos inmoderados que activan su voluntad y en cuyo cumplimiento fían la muy precaria intuición de su libertad.

Claro que los niños, azorados por no salirse con la suya en todo momento, cuando vislumbran ya la inexorabilidad de sus limitaciones, se azacanan, patalean, actúan maliciosamente, despliegan tretas y hacen como que no se enteran para sacar adelante sus intereses.

Uno ve que el escenario democrático español está lleno de políticos y de ciudadanos varados en el estado psicológico propio de la infancia y de la adolescencia, que se rebota más al entender mejor que la cercana convivencia como adulto con otros adultos le va a llevar a tener que restringir su libertad para ser, por primera vez, más libre. Todavía eso no le cabe en la cabeza. Y aumentan sus malicias, sus trampas y sus transgresiones. Y aparecen la mala fe y las trolas muy a sabiendas, que para eso no se necesita hacerse adulto.

¡Qué rollo! Un rollo, nene, sí. Tú no quieres que te lo explique más veces y a mí me gustaría no tener que explicártelo nunca. ¡Y ni se te ocurra tirar al suelo ese vaso! Que parece mentira, nene, que ya seas tan mayor.