Las cámaras de la línea 3 del Metro de Madrid lo grabaron en nuestra memoria. Carlos Palomino tenía 16 años cuando Josué Estébanez le clavó una navaja de siete centímetros en el pecho. La hoja le perforó el tórax y le alcanzó el ventrículo izquierdo del corazón. Murió pocos minutos después. Estébanez se abrió paso a navajazos y huyó escaleras arriba al grito de Sieg Heil. Fue detenido poco después.

Asesino y víctima tenían el mismo destino: la manifestación convocada por Juventudes de Democracia Nacional. Estébanez acudía como simpatizante, Palomino y sus amigos como contramanifestantes. Tras su asesinato, Palomino se convirtió en un símbolo. Por desgracia, Estébanez también.

El pasado 7 de enero, el Tribunal Supremo confirmó las condenas de cárcel por delito de odio a los miembros de las bandas de rock Batallón de Castigo y Más que Palabras, y a sus distribuidores musicales. La Sala de lo Penal consideró que las palabras pronunciadas durante sus conciertos no podían ampararse en la libertad de expresión, y ratificó la sentencia dictada en 2018 por la Audiencia Provincial de Barcelona.

Sus canciones se referían a los inmigrantes así: "Vuestros cuerpos penderán de árboles y farolas, vuestros hijos morirán antes de que puedan nacer". Los conciertos, a los que atendía un público de estética skin y donde abundaba la simbología nazi, terminaban con el público gritando Sieg Heil y Josué libertad, en referencia al asesino de Carlos Palomino. El Supremo consideró que estos cánticos arrancados al público demostraban el éxito de las bandas en la difusión de su mensaje de odio.

Como sociedad, nos corresponde elegir entre tolerar el odio o la censura. ¿Queremos vivir en un país donde una banda skin pueda celebrar el asesinato de un adolescente y homenajear a su verdugo sin reproche penal alguno? ¿O preferimos vivir en un país, quizá menos libre, donde incluso las expresiones enmarcadas en envoltorios artísticos deban ajustarse a unos límites legales? Para decidir nuestras políticas debemos elegir nuestros principios.

Hay buenos motivos para defender ambas posturas. Lo importante es asumir, con madurez, las difíciles consecuencias de ambas. Si colocamos la libertad de expresión por encima del dolor de las víctimas de ETA, también la estaremos situando por encima del dolor que seguirá sintiendo la madre de Carlos Palomino.

No creo que Pablo Hasel deba entrar en la cárcel por sus letras (sé que además tiene otras cuentas pendientes con la Justicia) ni le exijo a El Drogas que conozca la jurisprudencia en materia de derechos humanos. Pero sería conveniente que quienes firman manifiestos en apoyo al artista represaliado y a favor de la exclusión del Código Penal de los delitos que se le imputan sean conscientes de las implicaciones de sus demandas.