Me apasiona el tema de los hábitos; conocer cómo funciona este cerebro que usa el 20% de nuestra energía diaria (más nos vale emplearla en algo que valga la pena); lo nocivo del piloto automático cuando te aparta de tus objetivos y lo positivo cuando, al planificar y automatizar conductas constructivas, te ayuda a cumplirlos.

Uno de los hábitos que estoy adquiriendo últimamente es el de dedicar, nada más levantarme, una hora al día a aprender, escuchando o leyendo a alguien que me cuente algo nuevo, sobre el mundo, sobre mí. Lo hago porque la plenitud, en mi opinión, tiene mucho que ver con avanzar, con saber algo hoy que ayer ignoraba. 

El caso es que en los últimos dos días, he descubierto que varios de mis profesores habituales hacen hincapié en la importancia de buscar la excelencia, de regalarle el alma a la actividad que estemos desempeñando, ya sea barrer, escribir un libro o hacer abdominales.

Lo primero que necesitaríamos para conseguirlo sería lo que mi abuelo llamaba "estate a lo que estás". Atención plena para los de ahora. 

Lo segundo, dedicarle un cariño extremo a tu trabajo, porque es tuyo, más que nada. Y pienso en esa gente que me pone tan nerviosa: los que no cuidan sus inmuebles porque, total, los alquilan por muy hechos mierda que estén; los que ofrecen un mal servicio a sus comensales, si estos se van, ya vendrán otros; los que no muestran ningún interés por su propia actividad porque les pagan lo mismo, hagan lo que hagan.

Esta crisis supersónica nos afecta a todos, pero a esos mucho más: tenemos menos pasta y nos pensamos muy mucho donde colocarla. Ojalá, al menos, les sirva para replantearse que quizás andaban un tanto equivocados con su quémásda vital.

Y ojo que aquí lo importante no es el servicio asqueroso o el apartamento desvencijado, sino que esos individuos no se han parado ni un momento a plantearse quiénes quieren ser, porque me parece imposible que uno, conscientemente, desee ser alguien totalmente prescindible, mediocre y gris. Eso supondría elegir la infelicidad y quién, en su sano juicio, decidiría tirar su vida a la basura, con lo corta, lo maravillosa y lo improbable que es.

También me preocupa el tema del contagio, y no de la Covid, sino el de esa nube hecha de amargura y conformismo que los quémásda arrastran allá donde vayan.

Ese virus es peligrosísimo porque, como todos, espera a que bajes la guardia y zasca, se te mete en la carne, en los huesos, en la voluntad. Hemos de vacunarnos contra él a base de entusiasmo, pensamiento crítico y amistad. Amistad de la buena, de la que es familia, apoyo incondicional, risas y llantos acompañados, amor a granel, verdades que escuecen.

Necesitamos alejarnos del quémásda siempre, pero mucho más en estos tiempos, en los que ansiamos purpurina, alegría e inspiración. Porque el quémásda deriva en el qué más me doy, en la degradación y en la falta de respeto hacia uno mismo.

Qué bien nos iría si se generalizara el hábito de levantarnos cada mañana contándonos todo lo que estamos haciendo bien, preguntándonos cómo estamos y qué necesitamos, decidiendo honrar cada minuto de nuestro día, siendo quienes soñamos ser y, de nuevo, honrando la maravilla que es estar aquí: escribiendo, barriendo, dándole a la abdominal. Viviendo, que no sobreviviendo.