Iván Redondo está en su despacho. A oscuras. La luz del monitor ilumina la cabeza del gato que acaricia. Se abre la puerta. "Mira, Pedro, mira qué bien ha quedado". El presidente, lector de novelas negras y presunto autor de arduas tesis económicas, repara incrédulo en un vídeo que muestra, uno tras otro, los goles de David Villa.

El público en pie. El Camp Nou corea: "Illa, Illa, Illa... ¡Illa, maravilla!". El sortilegio redondista, minuciosamente cocinado en las catacumbas de Moncloa, ha borrado las "uves" de las bocas azulgranas. "Ahora sólo falta que, en Cataluña, la gente se lo crea", le dice Iván a Pedro Sánchez, que se persigna la frente y musita "amén".

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La cosa empezó mal porque Miquel Iceta no se lo creyó, pero la disciplina de partido (y el ansia de obtener a cambio un ministerio) alumbra la fe hasta en el Santo Tomás más exigente.

Sánchez, al que tanto contorsionismo le costó su llegada a Moncloa, le dijo a Redondo: "A ver si no va a funcionar". Pero Redondo tiene razón en una cosa: hoy, para ganar en Cataluña, el socialismo necesita un candidato aparentemente constitucionalista. El precio a pagar (un ministro nacionalista) hace dos años que dejó de ser un peaje para el PSOE.

Dicen las abuelas que las buenas personas tienen cara... de buenas personas. Y casi siempre aciertan. El riesgo de entregar cargos guiado por esa afirmación lo encarna Fernando Simón, al que su reluciente bondad no le impide patinar con ferviente devoción.

Illa, al lado del ceño fruncido de Pablo Iglesias, podría parecer una bendición, pero su hoja de servicios dibuja un país noqueado, sanitariamente desconcertado, asolado por la incapacidad del Ministerio a la hora de relacionarse con las Comunidades (no puede ser una coartada el ayusismo siempre tan beligerante).

La marav-Illa de una columna es que, al contrario que la crónica o la noticia, no obliga a mencionar la ristra de tropezones del ministro para tachar de deficitaria su gestión: baste decir que no se obligó el uso de mascarillas, que se permitieron las macroconcentraciones cuando Italia ya había colapsado y que la tercera ola (a ojos del Gobierno) es culpa de los ciudadanos.

Ese "hombre bueno" (Sánchez dixit) será la gran apuesta de los socialistas para presidir Cataluña. Cualquier individuo en su sano juicio saldría huyendo; pero Redondo es docto y sabe que el juicio se diluye cuando el individuo se transforma en colectivo.

Illa, es cierto, cuenta con una gran baza: no ha pisoteado la Constitución ni ha cometido delitos que hayan sido retransmitidos por radio y televisión. Pero ni siquiera las abuelas (autoras del poderoso aforismo) entregan su voto a la buena persona.

En eso ocurre como con la literatura, pese a la insistente cultura de la cancelación: mil columnistas santos nunca eclipsarán al oscuro César González-Ruano; mil poetas salvíficos jamás desterrarán al sinuoso Jaime Gil de Biedma. ¡Ay, pero no le hagan un homenaje a la persona, tampoco es eso, hombre!

Da igual que Illa engañara a sus votantes negando hasta la saciedad que fuera a ser candidato a la Generalidad. No importa el resultado de su gestión. Ni siquiera su incomparecencia parlamentaria. "Es que, en Cataluña, las cosas a veces funcionan al revés" me decía el otro día un veterano diputado del Parlamento catalán. ¿Ponerlo todo del revés? Eso, para Redondo, será pan comido. Gol de Illa.