Tras la victoria de Junts pel Sí en las plebiscitarias de 2015, el Gobierno de Cataluña intensificó su acción de propaganda internacional. España, que había sabido secar el discurso nacionalista en las instituciones europeas, se negó a disputar el terreno de la opinión pública.

El Gobierno de Mariano Rajoy, por una mezcla de desidia y complejo, renunció al famoso relato, esto es, a mostrarle al mundo lo que fue el procés: una revolución orquestada desde la elite, cuyas vigas maestras eran la xenofobia, las fake news y el desprecio por el imperio de la ley.

Muchos expatriados vivimos con angustia e impotencia aquellos años. La Generalidad extendía su monóxido de agravios a través de sus delegaciones y activistas a sueldo, mientras el Estado, a quien correspondía la honrosa tarea de defender a Montesquieu frente al oscurantismo, se tapaba la nariz y miraba hacia otro lado.

Tras el verano del 17, el nacionalismo aceleró.

Se aprobaron la Ley del referéndum de autodeterminación (suspendida por el Tribunal Constitucional) y la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república catalana (también suspendida por el Tribunal Constitucional).

Se celebró el referéndum de independencia (declarado ilegal por el Tribunal Constitucional).

Se aprobó en el Parlamento autonómico catalán la declaración unilateral de independencia y, finalmente, se produjo la proclamación de la república catalana como "Estado independiente y soberano" (suspendida por el propio proclamador ocho segundos después, sin necesidad de intervención del Constitucional).

Pero ni siquiera esta ristra de insurrecciones de guante blanco logró tamizar la simpatía con que ciertos observadores internacionales, en diverso grado de alfabetización, contemplaban el proceso soberanista.

Reconozco que fue emocionante escuchar el pasado 6 de enero a los comentaristas de la CNN exigir respeto por el Estado de derecho. ¡Incluso acusaron a Donald Trump de rebelión!

Me pregunto cómo hubieran reaccionado si, además de alentar el allanamiento del Capitolio, el Partido Republicano hubiera empleado su mayoría en el Congreso para tejer un andamiaje legislativo paralelo y anticonstitucional, con el objetivo de desconectarse del orden vigente.

La amenaza de un atentado contra la democracia no se calcula por la excentricidad o hábitos de los insurrectos, sino por sus probabilidades reales de éxito. Los asaltantes del Capitolio no tenían un plan para el día después, pues los políticos que lo alentaron no habían tramado un orden alternativo.

Su asalto fue más macarra, pero no más grave que el procés. A Adolf Hitler no lo convirtió en dictador la invasión del Reichstag, sino la pacífica aprobación de la Ley habilitante del 24 de marzo de 1933.

Algunos ingenuos pensamos que el Gobierno aprovecharía el capital simbólico del asalto para, por fin, enmarcar el procés como lo que fue (un atentado contra el orden democrático) y para defender las instituciones que le hicieron frente, como la Corona o el Poder Judicial. Nos equivocamos.

El Gobierno ha desaprovechado la ocasión de hacer comparaciones. Tiene sentido. Si un miembro del Gobierno reivindicara la acción del Estado frente al procés como una defensa de la legalidad democrática frente al golpismo, algún periodista de la CNN podría preguntar: "Pero si atentaron contra la democracia, ¿por qué pactan con ellos?".

El Gobierno de Mariano Rajoy se negó a disputar el relato. El de Pedro Sánchez contribuye a escribirlo.