Se ha caído el gmail, y el mundo tal y como lo conocíamos parecía haber desaparecido. Cayó gmail, mi nube, y tuve que echar mano del tranxilium, que vienen recetando para estos momentos de pánico. Con el contexto, he dado gracias a Dios de vivir en un sótano porque me he visto surcando los aires como aquellos volátiles del Crack del 29. Desesperación y nihiismo.

Caerse el gmail es un recordatorio de la muerte, de que estamos de paso, de que las citas y las convocatorias de prensa de Moncloa o de la oposición chavista pueden esperar, pues en la nube de gmail me tengo mandados a mí mismo poemillas, prosas, con la falsa seguridad de que no acabarán siendo borrados y arrasados por este olvido digital que me ha devuelto al papel.

Cuando me voy a la Sierra a perderme -a perderme de Illas y de Simones- lo hago sabiendo que está ahí lo del Google Maps diciéndome la ruta de cabreros donde salir de la nevada.

Yo sé que el cacharro me vigila, pero qué importa si soy de costumbres fijas y mis intimidades las he contado en mis libros. Pero sí, con la caída de Google he entrado en jindama porque dentro hay billetes de tren, respuestas de futuro, cartas de amor... bagatelas que hacen que la vida tenga un poco más de sentido. Y quién saben si quedarán marcadas, como las cartas.

Yo soy aquel que cuando le renquea el PC pierde los nervios, el que le tiene un seguro de muerte al móvil y quien no puede vivir sin consultar cada día el tiempo en los picachos más altos de Guadarrama.

Ha caído Google y en el sótano cuajado de oscuridades he sentido más que nunca esa pena de carecer de ventanas. Presa de los nervios he salido al kiosco de Javi, abierto, y he arrasado con el cuché que le quedaba y la prensa del día: la oficial y la otra.

Un lunes sin Google es un jardín sin flores, un zulo vital y así. Tienen que pasar estas cosas para darnos cuenta de que somos infelices y vulnerables.

Luego volvió la cosa, el mail, y sólo había facturas pendientes y rutas del Uber. Volví a la calma chicha del Covid social y del desastre navideño que ojalá no sea.

Sentirse fuera de juego es una tragedia metafísica y peligrosa.