“Os vais a morir de asco. ¡Si no hay bares!”. Lo dice mi amigo Gonzalo, Gonzalín le dicen para diferenciarlo de su padre, que de esto sabe mucho: regenta el mesón gallego de López Casero, nuestro bar de cabecera desde hace más de un lustro. Jorge y yo estamos pensando dejar el barrio, sentar la cabeza, comprar algo fuera de la capital, donde los precios aún son razonables. Habríamos querido esperar todavía un año, dar tiempo a que la crisis amaine, pero las cosas se han precipitado. El propietario, un señor que vive en Hong Kong, quiere subirnos el alquiler: buena suerte.

Mientras escribo suena, como una marejada benévola, el tráfico de la M-30 y progresan frente a mí unas nubes de mercurio que ya desaguan más allá de Las Ventas. Se me han hecho los oídos y los ojos a tan caudaloso río de asfalto y a la belicosa visión de la plaza de toros. También al bosque de antenas parabólicas que se yergue aquí arriba, sobre el piso 12. Lo encuentro todo lleno de un encanto involuntario e inevitable.

Nadie ha jurado jamás amor a Las Colmenas. Nadie llegó nunca a ellas por vocación. Uno se instala con la vacilación del vecino interino; uno se instala, pero no mucho. Sucede, sin embargo, que todas las cosas son provisionales, incluso la vida entera es provisional, y eso es lo que pasa en Las Colmenas: la vida.

Hay pocos sitios tan vivos como la Avenida Donostiarra. El barrio se eleva hacia el cielo, pero se azacana a ras de suelo con trajín y bullicio de zoco damasceno. Los magrebíes se han especializado en el despacho de fruta y verdura, y los chinos, en los bazares y los colmados. Hay bares dignos, bares tiñosos y hasta algún bar pretencioso. Hay tiendas de bragas y sostenes, una almoneda y esos negocios de manicura que por todas partes prosperan. Hay ferreterías, tintorerías, peluquerías, pastelerías. Hay farmacias con neones verdes y puticlubs con neones rojos. Hay también una comisaría, pero la seguridad se arrienda a las apretadas ventanas que suministran miles de pares de ojos a la calle, y a los comercios que vigilan todas las horas de las aceras.

Y aunque la crisis ha colgado varios carteles que rezan “cerrado” aún hay quien se atreve a probar suerte. El otro día abrió una nueva carnicería. Luce un letrero en árabe (Madrid, ciudad de letras libres) que anuncia carne halal y ultramarinos: la mezquita queda muy cerca y en Las Colmenas vive una colonia de musulmanes bien asentada. Enseguida entré a comprar dolmades en lata, ¡alabadas sean las conservas!, que cuento entre mis pequeños vicios.

La semana pasada un amigo me ofreció su piso mientras buscamos algo definitivo. No el suyo, sino el que ha alquilado hasta ahora. Su mujer y él se han comprado una casa, y están a punto de mudarse. Dice que es estupendo, que se parece mucho al nuestro, es algo más pequeño, pero a cambio está en Retiro, que no se puede comparar con el parque Calero. Luego imaginé a Angie y a Lana causando estragos entre patinadores y yoguis y runners, pero mi amigo insistió: aquello sí que es una buena zona y no “la mierda de Las Colmenas”.

Reprimí el “¿qué has dicho de mi barrio?” que ya emergía de mi garganta, porque una lleva muy a gala el desdén identitario. En todo caso, no he olvidado la afrenta. Seguimos buscando casa, pero entre los filtros de Idealista, baños, metros cuadrados, aire acondicionado, me faltan los más importantes: parques y bares. Y todavía esperamos que el señor de Hong Kong se retracte. No obstante, si no entrara en razón, quede aquí constancia de que fuimos interinos felices en Las Colmenas.