La Ley Celaá ha descuidado el elemento fundamental de toda reforma educativa: el consenso. El PSOE y sus socios han celebrado como una victoria épica que la Ley fuera aprobada en el Congreso por un solo voto. ¡No me dirán que no es irónico que esta Ley salga adelante con un aprobado raspado! Pero lo alarmante no es sólo la falta de consenso, sino la pobreza de los argumentos con que algunos tratan de desacreditarla.

Las reacciones han demostrado que no existen mimbres intelectuales ni políticos para articular un debate serio sobre la educación. Quizá el argumento más absurdo sea el que reclama para los padres la propiedad de los hijos. Señores, los hijos no son de los padres, y tampoco del Estado.

El concepto de propiedad no es adecuado para hablar de educación; los hijos no son de nadie: en una democracia liberal, los niños son sujetos que poseen derechos individuales por los que deben velar sus padres, tutores o, en última instancia, el Estado. Por lo tanto, la pregunta no es de quién son, sino quién defiende sus derechos.

Los argumentos más repetidos contra el adoctrinamiento por el Estado son, en realidad, argumentos a favor del adoctrinamiento por los padres. Pero uno de los objetivos principales de la escuela es, precisamente, liberar a los alumnos de los dogmas familiares.

No dudo que la mayoría de ciudadanos considere que los padres tienen libertad para educar a sus hijos según sus principios, pero esa libertad no puede ser ilimitada. Los límites debe determinarlos el Estado, y no son tan complicados de fijar: conocimiento contrastado, rigor científico y una ética de mínimos centrada en los derechos fundamentales y constitucionales. La educación financiada con dinero público no debe transmitir contenidos no avalados por la comunidad científica (sea dogma religioso, nacionalista o posmoderno) ni valores que desprecien la ley civil y los Derechos Humanos.

Es importante educar en el respeto al Estado de Derecho, al concepto de ciudadanía, la redistribución de la riqueza, y demás pilares de nuestra convivencia. Y no, los padres no tienen derecho a que sus hijos se eduquen en el creacionismo, la sharia o la historia alternativa de Cataluña o el País Vasco.

La educación pública, como la sanidad, debe sostenerse sobre una base empírica: ni Reiki en los hospitales, ni terraplanismo en las aulas. La educación, como la vacunación, afecta directamente al bienestar general de la sociedad y, sobre todo, no es un derecho de los padres, sino de los hijos.