Los empadronados en Madrid vamos a por nuestro tercer confinamiento perimetral del otoño. El primero nos lo impuso el Gobierno central, para meter en vereda al díscolo ejecutivo de signo político dispar que gobierna la Comunidad. El segundo lo decretó la propia presidenta autonómica, para que los puentes de noviembre no registraran un éxodo de madrileños. El tercero, de nuevo con sello autonómico, trata de bloquear el puente de la Constitución, con una holgura que resulta algo sospechosa y que, en un análisis detenido, no deja de sugerir algo más.

Hay que anotar que entre el segundo y el tercer cierre los que vivimos en Madrid seguimos confinados de facto por obra de los dos ejecutivos autonómicos colindantes, que no han ocultado nunca lo que les inquieta que los madrileños invadan con su carga infecciosa las provincias limítrofes, incluso en momentos en que la incidencia acumulada de Madrid se sitúa en números parejos o inferiores a los de sus respectivos territorios.

No deja de ser curioso que este confinamiento esté decretado por ahora hasta el 3 de diciembre, por lo que el cierre madrileño le tomará el relevo hasta el 14 del mismo mes. Que a diario no pocos miles de empadronados en esas comunidades vayan a trabajar a la "bomba vírica" madrileña pone una nota de color adicional.

Vaya por delante que lo primero es contener el virus. Aunque si de verdad lo fuera, las medidas estarían claras: el control férreo sobre cada ciudadano y el cerrojazo con cuarentena para forasteros que han permitido que en Wuhan lleven cinco meses sin contagios. Está inventado y no tiene mucho misterio, pero aquí se ha optado por convivir con el virus y reanudar la fiesta —14.000 muertos ya en la segunda ola, que incómoda pregunta para quienes tomaron esa decisión— y, cuando esto se nos ha ido de las manos, por establecer restricciones pero evitando a todo trance el confinamiento domiciliario. Bien, esa es la opción, pero no perdemos el derecho a preguntarnos por cómo y por qué se restringe qué, y si lo que se prohíbe es lo más razonable.

Siendo malpensado, no cuesta ver en los sucesivos cierres de Madrid intenciones extrasanitarias. Alguna de índole política en el primero, decretado por un Gobierno central que no fue tan enérgico con otras comunidades. Alguna de idéntica naturaleza también en el segundo, cuyo diseño permitía a la presidenta madrileña cerrar sólo cuando era inevitable hacerlo y dando el mayor carrete posible a la economía madrileña. Que es lo que se atisba, igualmente, bajo el tercer cierre ahora en diciembre.

Ha sido llamativo lo bajito que han lamentado esta medida comerciantes y hosteleros —si exceptuamos los hoteles—. Ahí tienen, bien presentes, como quienes asesoran a la presidenta, los números de los dos puentes de noviembre: siete millones de madrileños prisioneros pueden ayudar y ayudan a hacer mucha caja. Dándose bien, incluso podría superar la de otros puentes de la Constitución: estupendo para apañar las cifras y el PIB de este año tan puñetero. Con los dos de cerrojo, tres Black Fridays por el precio de uno. El consumo de Madrid, para Madrid.

Lo tenemos claro: la salud ante todo. Cabe preguntarse sin embargo si es necesario impedirle a un ciudadano que se dé un respiro en su propia casa situada en otra comunidad, o si esa conducta, prohibida salvo causa de fuerza mayor, entraña más riesgos para la salud pública, en un contexto de poca diferencia en las incidencias acumuladas, que alentar un larguísimo fin de semana de compras y de tapitas masivas.

Está muy bien que los negocios facturen, pero cuando quienes gobiernan urden estas jugadas de gestión pandémica quizá deberían recordar que lo que están limitando son derechos fundamentales. ¿O no?