A la presidenta de Baleares, Francina Armengol, se le pasó la hora en un bar del centro de Palma e infringió las restricciones que su propio gobierno había decretado. Al día siguiente se disculpó por dar una imagen de relajación social “de forma involuntaria”.

Yo entiendo a Armengol, y no sólo porque también se me vaya la hora en los bares, sino porque, en el clima actual, es difícil que un político recuerde que está obligado a una cierta ejemplaridad. Quién puede exigir la dimisión de Armengol por esta nimiedad cuando nadie ha asumido responsabilidades por la explotación sexual de menores tuteladas por la Administración balear; uno de los mayores horrores de nuestra historia reciente. El tripartito formado por el Partido Socialista (PSIB), Unidas Podemos y MES per Mallorca se negó a investigar y el caso salió de la primera plana.

Vivimos una edad de oro de las conductas reprobables, no delictivas. Porque cuando el código penal se abstiene sólo queda la responsabilidad individual, y si uno no dimite ni lo cesan, la asunción de responsabilidades se vuelve una entelequia. Estamos ante una grave degradación de los principios básicos de la política. Y la transigencia de los medios y de parte de la sociedad civil no ayuda. Pero el problema en España no es sólo que el listón de ejemplaridad esté por los suelos, sino que es profundamente asimétrico.

José Manuel Soria, ministro de Industria del gobierno de Rajoy, dimitió cuando se hizo pública su participación en empresas familiares radicadas en paraísos fiscales. Entonces se decía que no era ético que un cargo público hiciera artimañas, por legales que fueran, para ahorrarse impuestos. Y quizá tengan razón; el problema es la discrecionalidad del criterio: no hubo tanto revuelo cuando el diario ABC desveló que Nadia Calviño había comprado su casa a través de una sociedad instrumental, creada ad hoc para pagar menos impuestos. Ni cuando se supo que Pedro Duque se las había ingeniado para alquilarse su casa a sí mismo a través de una empresa interpuesta.

Cuando ocurrió lo de Soria se dijo que no lo habían condenado por los Papeles de Panamá, sino por las versiones contradictorias que ofreció del asunto. Sin embargo, el ministro Grande-Marlaska ofreció en el Parlamento versiones antitéticas del cese del coronel Pérez de los Cobos, sin consecuencia alguna.

La confirmación definitiva de que el tablero está inclinado la tenemos en el caso de Dolores Delgado. Era ministra de Justicia cuando una información la relacionó con el excomisario Villarejo. Ella negó conocerlo hasta que se hicieron públicas aquellas infaustas grabaciones que no sólo no provocaron su cese como ministra, sino que la avalaron para ser nombrada fiscal general de Estado.

Denunciar esta asimetría nada tiene que ver con un sentir de derechas o de izquierdas: una persona decente se indigna si los árbitros adulteran la competición, aunque sea a favor de su equipo. La nula asunción de responsabilidades es corrosiva para la democracia. Por eso no entiendo que al Gobierno le sorprenda la reticencia que algunos tenemos a aceptar la revocación de derechos fundamentales durante seis meses, cuando han demostrado que son capaces de todo, y que no asumirán responsabilidades por nada.

Si nuestros dirigentes están realmente preocupados por la desafección hacia las instituciones, el desprestigio de la política o el socavamiento de “lo público”, deberían empezar por dar ejemplo: las instituciones no son la zona VIP de la discoteca, donde las normas no rigen y las barras no cierran.