Se oye con frecuencia que uno de los problemas de España es la judicialización de la política. Lo suelen decir, sobre todo, los que en algún momento se ven requeridos por los jueces, cuando el procedimiento está en marcha. Si quien se ve bajo la lupa judicial es otro, en especial si se trata de un contrincante, el reproche decae y pasa rápidamente a un segundo plano.

Lo que resulta innegable es que una y otra vez los jueces se erigen en actores decisivos de nuestro drama político, porque por ellos pasan asuntos trascendentales para la gestión de la cosa pública, la provisión de las más altas magistraturas y hasta la decisión sobre la fecha de las convocatorias electorales. Basta con echar un vistazo somero a este comienzo de temporada.

La presidencia de la Generalitat —la terrenal e histórica, no la presidencia mítica y mística que tiene en propiedad el profeta y mártir Puigdemont—, así como la continuidad del gobierno y del parlamento de Cataluña, están pendientes de una decisión del Tribunal Supremo. La consistencia del gobierno de coalición que por ahora lleva las riendas del Estado está en entredicho por una instrucción que lleva a cabo la Audiencia Nacional y en la que se ventilan eventuales responsabilidades penales de buena parte de la cúpula dirigente de uno de los partidos que forman el gabinete; incluido su vicepresidente, cuyos comportamientos personales, en algún caso justificados de forma cuando menos pintoresca, concentran buena parte del interés investigativo.

Y por si faltaba algo, al primer partido de la oposición le ha estallado un potente artefacto judicial de efectos retardados: otro sumario en la Audiencia Nacional en el que los señalados por las pesquisas, siquiera sea aún de forma indiciaria, son exministros que no hace tanto formaban parte de su dirección y en última instancia el presidente que los nombró y dirigía a todos, porque los hechos que se trata de dilucidar ocurrieron, supuestamente, en el desempeño de sus carteras ministeriales. Sin olvidar que integrantes de aquel gabinete siguen teniendo escaño y cargo y que el actual presidente del partido era miembro de su dirección en fechas coincidentes con parte de los hechos sospechosos.

Lo del presidente de la Generalitat está ya maduro y en el último acto; a las otras dos instrucciones, aunque ya llevan tiempo y han alcanzado velocidad de crucero, les falta aún para saber a dónde llegarán o si quedarán en nada. En todo caso ahí están y su repercusión, en términos reputacionales y de alarma social, no puede desconocerse. Los señalados por estas causas apelan a motivos espurios tras las actuaciones de los jueces. Lo de siempre: las malas artes de los que judicializan la política.

Sin embargo, los jueces están ahí por una razón, que no es otra que hacer cumplir las leyes, y en cuya virtud la política no sólo puede, sino que llegado el caso debe judicializarse: siempre que quien la practica —y que por otra parte coincide con quien legisla— considere que no le alcanza la obligación de atenerse al mandato legal que BOE mediante les impone a los demás. Tan pronto como haya indicios de ello, los jueces tienen que abrirle procedimiento, igual que hacen con cualquier hijo de vecino.

Existe un mecanismo eficaz y poderoso para evitar que la política se judicialice: que los políticos dejen de pensar que por su especial estatus o condición pueden meterse como si tal cosa en charcos, astucias y aventuras que las leyes proscriben.