Qué más da el mundo, la vida, la profilaxis y hasta la sintaxis, si está lo de Ponce hasta en la mascarilla fachorra del taxista. Vi que mi madrina, la Rigalt, escribía el domigo de Ponce y yo, cinco años después de que nos cerraran a Saulito Ortiz y a Joana Morillas Cuché -aquella revista de efímera vida y tintas buenas- vuelvo a escribir del corazón. Por eso traigo a Ponce, que es aquí mi nuevo Cid, mi mito, mi referencia moral y mi todo. 

Ponce está en el plato y en la tajada, en misa y repicando, en los yates y en las corridas vacías de la televisión de Castilla-La Mancha y por ahí. Yo veo a Ponce y siento que, como dice Eastwood en Sin Perdón, Ponce es lo que es y lo que puede llegar a ser. 

De darle a la tauromaquia la suerte del "cartucho de pescado" a montarse, pelopecho, al viento en el barquito de su nuevo amor, va todo un camino de perfección. Ponce, en esa madurez interesante que sobre las influencers tienen las taleguillas a un lado, ha aprendido al fin a arrimarse. Morante fuma puros y pinta burros y Ponce, "el maestro de Chiva" que repetía como un mantra Molés, ha aprendido a arrimarse: a arrimarse al querer, que es un arte.

Ponce, lo recordaba la Rigalt, ha ido poniéndose magro de carnes y, como Fernando Simón, le ha cogido gusto a esto de la náutica. En la España de las mascarillas, Ponce va a botellones con gintonics de fresa, que es lo más, y así su Ana Soria va comprendiendo mientras estudia Derecho que el toro no entra al rojo, sino al engaño, que la dehesa es un mundo y que las proteínas vacunas no son tan malas.

Aquí a Enrique Ponce había que hacerle este romancillo de septiembre después de un verano en el que nos hemos vuelto a enamorar de rubias instagramers que "están de dulce", que diría mi compañero Ondarra. Y que todo es posible si hay voluntad y followers. Ponce es la socialdemocracia de la madurez y por eso fascina al tito José del columnista López Sampalo en las tardes en las que merienda anís Machaquito de Rute.

Si los españoles somos iguales ante la ley, los toreros en decadencia somos iguales ante la rubiedad, que es condición que volveremos a disfrutar cuando caiga el bicho o caiga el Gobierno.

Hay quien, con mala leche, ha titulado lo de Ponce -es un relato, no una ensoñación- como Romeo y su nieta

Dos orejas y un cabo.