Jordi Cuixart Navarro, presidente de Òmnium Cultural, y uno de “los Jordis” que han entrado en prisión por delito de sedición (tras las acciones que tuvieron lugar en Barcelona durante los días 20 y 21 de septiembre de 2017), ha perdido, como el resto de los sediciosos responsables del procés encarcelados, el tercer grado penitenciario.

Como respuesta, Cuixart ha animado a la desobediencia (de unas “leyes injustas”) y ha puesto en marcha, de la mano de Òmnium Cultural (una asociación subvencionada por la Generalidad de Cataluña), una campaña de protesta contra el encarcelamiento de los presos golpistas que ha empezado a recorrer Cataluña, según informó Crónica Global (29/07/2020), desde el martes pasado.

Òmnium Cultural es una institución nacida en 1961 -repetimos, 1961-, y que, ligada a la alta burguesía empresarial catalana, está, sin más, al servicio del separatismo. Uno de sus fundadores, Luis Carulla Canals, inició en Barcelona la explotación de una de las marcas de concentrado de alimentos más importantes de España, Gallina Blanca, marca que alcanzó, a pesar de la militancia catalanista de su fundador, una rápida expansión durante el régimen franquista.

Los negocios actuales de los Carulla (además de Gallina Blanca, Avecrem, El Pavo, Affinity Petcare, Pans&Company, Bocatta, etc.) han prosperado fundamentalmente gracias al mercado español, de tal manera que se pueden observar aquí, en la familia Carulla, tomada a modo de fractal, todas las contradicciones que envuelven al catalanismo. Una prosperidad en los negocios producida a través de un mercado, el español, que, a su vez, se busca fragmentar a través de la creación de una institución, con la “cultura” como coartada, al servicio del separatismo.

Y es que, en efecto, una de las fuentes más importantes de las que se nutren los programas separatistas en su afán de descomposición nacional es la “Cultura”, en su concepción sustancialista, metafísica, mítica (la “Cultura con K”, que decía Unamuno).

Instituciones como Òmnium Cultural, y muchas otras que van en esta línea, son la punta de lanza del nacionalismo fraccionario que encuentra en la idea de Cultura, un disolvente, empezando por la lengua, de la cohesión nacional española.

Así desde lo que Gustavo Bueno ha llamado el “el mito la Cultura” la sociedad española aparece dividida en esferas culturales (vasca, catalana, gallega, castellana, andaluza, etc), prácticamente incomunicables entre sí, volviendo a la cultura española en un idea problemática, sobrante, prácticamente inexistente al no poder aglutinar, se supone, en una misma unidad dicha pluralidad de esferas culturales. Digamos que la pluralidad y diversidad de culturas regionales ya no dejan sitio, por saturación total (ómnium), a la cultura española.

Sólo la pretensión imperialista castellana (mesetaria, carpetovetónica), cuyos últimos estertores se encontrarían en el franquismo y, a lo sumo actualmente, en algunos sectores del PP, Ciudadanos, y, por supuesto, de Vox, justificaría la existencia de algo así como una “cultura española”.

Con la llegada de la democracia tal pretensión imperial castellanista desaparece definitivamente, y vuelven a florecer en toda su diversidad las auténticas culturas diferenciales, las genuinas culturas vasca, catalana, gallega, etc., que, al parecer, habían sido llevadas por el franquismo a la marginación, el desprecio y la clandestinidad (digamos que, según esta concepción, tras el “erial cultural” del franquismo se abre paso con la democracia el “vergel” de las culturas autonómicas, recuperadas con la Transición).

El último ejemplo de esta concepción lo tenemos en la reclamación del “llionés” en León como “lengua propia”, y los ochenta mil euros que tiene presupuestados el ayuntamiento para gastarse en el cambio de la cartelería de las calles y hacer “visible” así esa lengua “marginada”.

Este es, en esencia, el esquema, insistimos, completamente mítico (fantástico), que tienen muchos de los responsables de la administración de la “cultura” en España, tanto a nivel central como autonómico como local. Un esquema que tiene su origen en la metafísica idealista, sobre todo alemana (Herder, Fichte), y que ha pasado, a través de diversas vías que se pueden rastrear históricamente (Prat de la Riba, Sabino Arana, Murguía …), a presidir, como idea fuerza, los programas de los partidos nacionalseparatistas españoles, y que ahora se ha filtrado y asentado en los organismos administrativos, sobre todo autonómicos y municipales (Casas de Cultura, Consejerías de Cultura), al margen de quién dirija dichos organismos.

Y es que por esta vía cultural, así entendida, lo que no son otra cosa que partes administrativas de España (las provincias surgieron en 1833, las comunidades autónomas en 1978) se ven transformadas en auténticos “pueblos” (Volk), surgidos in illo tempore, con unos rasgos culturales identitarios (volkgeist) que no se dejan reducir a otros, y que, una vez liberados de todo artificio común (esto es, España), piden, incluso “exigen” -planteada además como “exigencia democrática”-, su “autodeterminación” política como Estados (es el “Estado de Cultura”, del que hablaba Fichte en Los caracteres de la Edad Contemporánea).

La singularización cultural, o su pretensión, es, en definitiva, la antesala de la separación política (ein Volk, ein Reich). España, pues, no está legitimada para encarcelar a nadie en Cataluña, su mera presencia es opresiva, ajena y hostil.