Era, lamentablemente, de esperar. Maltrato y confinamiento se convierten en una mezcla letal. Las llamadas al número de atención a las víctimas de violencia de género, aumentaron un 270% este mes de marzo respecto al anterior.

Podríamos pensar que la violencia física disminuye porque los vecinos pueden oír, pero hay barbaridades que se pueden llevar a cabo en silencio y el malvado es creativo a más no poder. La violencia psicológica, además, no es menos grave. Una hostia no es lo peor que te puede pasar.

Pero vamos al inicio, a la raíz de estas situaciones dantescas, a esa concepción del amor tan enfermiza y equivocada que nos lleva a dejar nuestra vida en manos de cualquier hijo de puta.

Al grano: los celos no son amor, la posesión no es amor, solo el amor es amor y no incluye control, malas palabras ni desgajarte en la voluntad del de enfrente. Ni olvidarte de ti, presa de los vaivenes de alguien cuya psicopatía confundimos con pasión.

No hemos venido a este mundo a sufrir por amor, sino a disfrutarlo. A entender que el amor es lo que mueve el mundo, pero sin destrozarlo y que, desde luego, el amor más grande, siempre, lo hemos de guardar para nosotros. Y nosotras. Solo así no entregaremos nuestro cuerpo, nuestra economía y nuestra dignidad a esos que andan al acecho, esperando a la ocasión perfecta para encontrar tu grieta, meter su asqueroso dedazo y convertirlo en una herida de difícil curación.

Es completamente imposible cambiar a alguien, repararlo. E innecesario, teniendo en cuenta la de individuos sanos que hay en el planeta. ¿Por qué él justamente? La respuesta, como siempre, en una misma. La valoración errónea sobre tu persona te lleva a sentir que no mereces más, que otro curará lo que es solo tuyo. Y, en un ritual aparentemente casual y totalmente previsible, víctima y verdugo se reconocen y se enganchan para jugar a un juego macabro.

No nos puede encantar algo que no conocemos y nadie nos enseña cómo investigar sobre esto que somos, a encontrar el eje desde el que respirar y relacionarnos sin apartarnos nunca de nuestros cimientos. Pedir lo que necesitamos es una osadía, no te cuento si exigimos lo que queremos. Ni hablar de largarte cuando no te lo van a dar en el lugar donde estás. Pero tú qué te has pensado. Y hablo de familia, de trabajo, de pareja, de la vida.

Hay gente mala y deberíamos abandonarlos a su suerte, mantenerlos aislados del resto de la humanidad. No analizar el porqué de su comportamiento, no compadecer, no perder el tiempo en ayudar. No es egoísmo, es autoamor. Protegernos es nuestro derecho y nuestro mayor deber.

Para las que ya han caído al pozo: valentía, queridas. E inteligencia. No le retes, no le amenaces con denunciarle, no le digas nada cuando ya lo hayas hecho. Busca apoyo, lo hay y, por increíble que te parezca, la inmensa mayoría de la población es buena y está dispuesta a echarte una mano. Coge el teléfono cuando él no escuche, empieza a caminar en la dirección adecuada, que es fuera de esa casa y ese infierno. También esto pasará.

La paz te está esperando al otro lado del miedo, porque vivir con miedo no es lo normal, aunque ahora no lo sepas. Busca las razones que te llevaron a no largarte ante la primera mala palabra, porque ahí está la solución. Elige lo que quieres, que desde luego, no es aguantar la respiración, rezar para que no se despierte, quedarte ahí paralizada.

Si sospechamos de que el horror habita en nuestro entorno: no cerremos los ojos. No volvamos a la burbuja de ignorancia que nos cuenta que lo que les pasa a los demás no es asunto nuestro, porque es mentira. Somos parte de algo que debería ser bonito para todos, porque si no, no lo es para nadie. Aprovechemos la oportunidad que la vida nos brinda para hacer algo de provecho.