En la calle, en el súper, en las terrazas. Las palabras coronavirus e incertidumbre se contagiaron antes del confinamiento. Cuando nos han soltado, incluso con más velocidad. La sensación de control de la que disfrutábamos entre nuestras cuatro paredes ha desaparecido con la libre circulación que no es tan libre, en el fondo. 

El miedo permanecía, en cierta manera, contenido, concentrado en no transmitir o sufrir la enfermedad. Pero ahora campa asalvajado, de boca en boca y dentro de algunos de nosotros. Los seres humanos sufren cuando aquello que creían conocer, de repente muta. Ya sea una pareja, un trabajo o las condiciones de vida del planeta entero. Si encima el origen del cambio viene dado por un bicho del que no sabemos prácticamente nada, nos volvemos majaretas perdidos.

Yo, que quiero planificar, controlar y saber qué es lo que va a pasar en mis próximos diez años de vida, me encuentro caminando sobre las arenas movedizas del desconocimiento absoluto. Qué putada. No nos engañemos, la incertidumbre no comienza con el coronavirus, sino en el momento en el que nacemos. Solo hay que mirar alrededor para darse cuenta de que los tsunamis vitales están a la vuelta de la esquina y que lo único que nos queda es surfearlos lo mejor posible.

Nuestra obsesión por el control de lo incontrolable contrasta con la ausencia de responsabilidad ante nuestras responsabilidades. Por alguna extraña razón, la mayoría de la población se queda más tranquila cuando su sueldo no depende de sí mismo, sino del prójimo; no cuidamos como deberíamos estos cuerpos serranos que son los únicos que tenemos; nos conformamos con lo que otros están dispuestos a darnos, ignorantes de que pedir lo que necesitamos no es solo lícito, sino indispensable para conseguir nuestros objetivos.

Saber que la inmensa mayoría de nuestros pensamientos catastrofistas no se cumplirán jamás, planificar en la medida de lo posible pero desvinculándonos del resultado, perderle el respeto al tan temido fracaso, mover el culo en lugar de permanecer paralizados, temblando ante lo impredecible debería ayudarnos a salir del círculo vicioso de la ansiedad, tan extendida, tan cabrona y tan inútil. El coco, a veces, es traidor y a quien diseñó esa alarma para protegernos del peligro, se le olvidó añadirle un interruptor de apagado si solo sirve para jorobarnos.

El estrés era un mecanismo de lo más útil cuando nos ayudaba a huir de los mamuts, pero se convierte en nuestro enemigo cuando de lo que nos aleja es de nosotros mismos. Insistimos en obtener hasta el más mínimo detalle de lo que nos rodea cuando no sabemos nada de lo que nos frena. Deberían enseñar en el colegio cómo manejar los mecanismos del alma y del cuerpo, qué remos usar para navegar en la calma y en la marejada, pero nunca es tarde si la dicha es buena. Y lo es.

Quizás nos ayudaría considerar la vida como lo que es: un inmenso regalo que no deberíamos desperdiciar elucubrando sobre lo que pasó y lo que pasará, porque lo uno es historia y lo otro, visto lo visto, ciencia ficción. 

Seamos empíricos y basémonos en lo indiscutible: hoy estamos y mañana ya veremos. Elijamos lo que sí y desechemos lo que no. Dice más de nosotros lo que dejamos ir que lo que nos quedamos. Deberíamos darle una patada a lo que nos hace pequeños, tristes y esclavos. 

Observemos la realidad en su totalidad, tomemos una muestra lo suficientemente grande para que nuestra estadística mental no contemple solo lo negativo. Lloremos a los muertos y alegrémonos por aquellos que han pasado por una gripe leve; ayudemos a los que han visto sus negocios temblar o morir y aplaudamos a aquellos que han salido reforzados; confiemos en que los que han roto con su vida anterior se recuperarán y sepamos que otros no han hecho más que crecer en estos tiempos raros.

No le temamos al futuro, lo mejor que nos puede pasar es que llegue.