“Existe belleza/en no saber qué nos deparará el futuro” escribe Drew Holcomb en su canción The wine we drink. Sin duda, se esconde cierto encanto ahí. Desconocer si la próxima vez que salgas a la calle te va a caer una farola en la cabeza o vas a encontrar, finalmente, al amor de tu vida, genera cierta sensación de vulnerabilidad, pero se le adhiere otra de anticipación de una felicidad potencial que alienta la sensación de que todo lo bueno (también) puede ocurrir. Aunque luego no lo haga.

Hubiera sido mejor, seguramente, que cuando celebrábamos la Nochebuena hace seis meses hubiéramos sabido que el 2020 no cobijaba ese hermoso lugar que sospechábamos, atraídos por su atractiva numeración. Que el año que debíamos haber celebrado los Juegos Olímpicos -si en su día hubiéramos hecho bien los deberes- iba a ser, en realidad, un año cruel que mataría, solo en Europa, y solo en su segundo trimestre, a 140.000 personas más de las que suelen fallecer en ese periodo cada año. Y, entonces, quizá nos hubiéramos preparado para ello y la cifra no sería la que es, sino otra mucho más llevadera, si es que alguna lo es.

La cifra, ese número de muertos que en nuestro país desconocemos, de algún modo genera una borrosa realidad paralela en la que, al parecer, resulta más sencillo vivir. ¿Son 28.325 o son, tal vez, los 48.000 que estima el INE?

Es del todo extraño, y también perturbador, que no exista un dato veraz y consensuado que contenga, exactamente, la cifra de fallecidos en España como consecuencia del Covid-19.

En Suecia conocen ese dato: son 5.161. Su Fernando Simón, que se llama Anders Tegnell, el jefe de la Agencia de Salud Pública, reconoce que se equivocó al aplicar su estrategia; que la cifra de muertos es “terrible”; y, también, que era “evitable”.

En España nuestro Gobierno, a pesar de que desoyó las alarmas, aunque de forma clara ignoró las advertencias, aunque actuó tarde y probablemente mal, solo habla de los cientos de miles de vidas que “ha salvado” metiéndonos a todos en casa, tras recurrir al Estado de Alarma. Y, sin embargo, nuestra tasa de fallecidos por 100.000 habitantes es superior a la del nórdico.

Es una lástima que en España carezcamos de capacidad para reconocer errores; y que no mostremos, frecuentemente, voluntad de pedir perdón por haberlos cometido. La mayoría de los países prefirió no ver la hecatombe que se le venía encima, a pesar de que, con solo levantar la mirada, ya resultaba posible percibirla.

En pocas semanas se celebrará el funeral de Estado por las víctimas de la crisis sanitaria, pero no sabemos cuántas víctimas mortales ha habido realmente. Es de absoluta necesidad hallar esa cifra por respeto a la memoria de quienes se han ido, y por sensibilidad hacia sus familias.

Se observa ya la siguiente crisis, la económica, a punto de arrollar a nuestro país. Según el FMI, España se sitúa en primera posición en el ránking de naciones más perjudicadas como consecuencia de la pandemia. Si se cumplen sus pronósticos, la caída del PIB se acercará al 13%, con lo que perderemos casi la totalidad de la recuperación obtenida desde que superamos la crisis de 2008, hace seis años.

La reconstrucción nacional se vuelve imprescindible, pero no parece que a nuestros políticos les parezca suficientemente importante, ya que siguen empleándose casi todo el tiempo, y con notable éxito, en la crítica feroz al adversario.

Qué nos deparará el futuro, esta vez, no parece tan difícil de intuir. Y, desde luego, va a contener una belleza muy limitada.