Esta semana nos ha dejado Pau Donés, que ha sido parte de la banda sonora de muchos de nosotros. El maldito bicho se ha llevado por delante a no sabemos cuántos. Cada día, alguien se va y, menos mal, alguien llega. O vuelve, que es un poco lo mismo.

De nada sirve ponerse dramático, o sí, porque darnos cuenta de que vagamos por el planeta sobreviviendo, que no viviendo, quizás nos haga reaccionar. Gente, que esto son cuatro días y tres los pasamos quejándonos sobre lugares de los que no nos da la gana movernos. Por pereza, por vértigo, por orgullo. Y, cuando quieres darte cuenta, zasca: a criar malvas.

Cuántos pasan los días haciendo gala del archiconocido “Vivo sin vivir en mí”, y no precisamente por misticismo, sino por desconexión total y absoluta de lo que podrían ser. La rueda de hámster como principio vital. No pienso, no deseo, no hago, no sueño, no me muevo. Una mierda descomunal, la verdad.

La humanidad no fue creada para recorrer un camino establecido sin mirar a los lados, creo yo. Esta cosa maravillosa que somos todos inventa canciones, provoca risas interminables, ama bien y mucho. El potencial está ahí, esperando a que dejemos de fijarnos en lo que hay alrededor como idiotas, envidiando, imitando, corriendo tras otros que a su vez persiguen a alguien que no quiere ser alcanzado. Aplastados por miedos que otros se imaginaron hace tres siglos. Ojito con las creencias que nos vuelven sordos, ciegos y atontaos.

Pau, como tantos, nos dijo que vivir era urgente. Y lo es, porque urgente es lo que tiene fecha límite y desconocida. Y vivir es bailar La Flaca como si no hubiera un mañana, porque no sabemos si lo habrá, aunque nos gustaría. Es bañarte desnudo en el mar sin importante que alguien te vea porque ese alguien, en realidad, no es nadie. Eres tú y tus puñeteros prejuicios. Ya lo dicen en mi México querido: si te choca, te checa. No ofende quien quiere, ya sabes.

Estar vivo es un privilegio, probablemente el único real porque es el que te permite zamparte todos los demás. Es nuestro derecho y nuestro deber aprovecharlo, por los que ya no están y por los que nos demostraron que esta naranja puede ser exprimida hasta el infinito, a todo lo que da.

La pandemia nos ha enseñado unas cuantas cosas: que no hace falta desperdiciar una hora de ida y otra de vuelta para llegar a una oficina en la que vas a hacer lo mismo que en tu preciosa casa; que los amigos están, aunque sea al otro lado de la pantalla; que somos capaces de adaptarnos a las condiciones más surrealistas y, sobre todo, que el concepto de seguridad que nos han enseñado es, por un lado, un asco supino y, por otro, una mentira como un piano. Lo seguro es que hoy estamos y que algún día no estaremos, y que lo que pase en medio debería ser la hostia, algo descomunal, inmejorable, supercalifragilístico.

Lo suyo sería acabar los días con un “Joder, qué bien” y tirarte en la cama convencido de que no podías haber hecho más para aferrarte a tus deseos, ya sea escribir un libro, tomar el sol, encontrar la cura del bicho maldito o comerte a besos a tus hijos. O todo. O nada. Pero que sea tuyo, que no sea de otros. Que lo otros se ocupen de los suyo, que bastante tienen. Plantarnos en la consciencia, en esa sabiduría que se esconde en las tripas, en la voluntad de aplaudirnos a cada momento porque lo hemos hecho bien o, al menos, lo mejor que sabíamos, que ya es mucho.

Vivir, que no sobrevivir. Dar las gracias por estar donde quieres estar: en ti.