La “nueva normalidad” es el regreso abrupto de la lucha de clases. El coronavirus ha reescrito a Karl Marx: ya no es el dinero lo que determina el rango, sino la edad. A menor número de años, mayor riqueza.

El niño puede desparramarse por pueblos y ciudades entre las 12h y las 19h. La infancia ha conquistado la franja privilegiada: brunch, vermú, comida, sobremesa y “tardeo” -concepto de reciente creación que avala la visita a la discoteca mientras se hace la digestión-.

Además, los imberbes son poseedores de los mejores rayos del sol. Igual que los ricos del siglo XIX, se pasean como si todo esto les perteneciera de facto. Exhiben esa autosuficiencia propia de la sangre que antes el dinero teñía de azul: “Por mal que lo hagamos, nadie nos lo podrá quitar”.

El anciano, paciente de riesgo y recluido en el corredor de la muerte desde que estalló la pandemia, tan sólo puede garbearse entre las 10h y las 12h; y de 19h a 20h. Lo primero es una cabronada porque quien sale a esa hora no siente la satisfacción del madrugador ni el dulce delirio del trasnochador. Y ese momento que la ley les concede al atardecer… es de una crueldad supina. Cuando el cielo empieza a desangrarse, suena su toque de queda. 

Conviene tener muchísimo cuidado con quienes acaban de cumplir catorce y setenta años. A unos el Estado acaba de arrebatarles su condición de “niño” y a otros la del “adulto” -que puede salir, mal menor, de 6h a 10h y de 20h a 23h-. Son ellos, estoy seguro. Se unirán para prender la mecha de la revolución.

La clase media en la que me encuentro no está tan mal si miro al jubilado, pero me hierve la sangre cuando los niños corretean a mi alrededor durante la excursión a la panadería. Me siento -imagino que a ustedes también les pasa- profundamente irrelevante. La Historia del coronavirus la escriben los ricos y los pobres.

Mi pequeña gran venganza ha sido ir a tomarme un helado -de avellana y mango- a una tienda italiana con muy buena pinta situada a orillas del Callejón del Gato. Armado de mi cucurucho, he posado ante los espejos cóncavos y convexos que inspiraron a Valle-Inclán. ¿Nos hacen falta hoy para imaginar un esperpento?

Me asalta de frente un calvario: cinco calvos grandes y gordos que me gritan y me invitan a brindar con cerveza. Además de escapados del ordenamiento jurídico, parecen escapados de otro tiempo. Definitivamente, no; a la España del coronavirus no le hacen falta espejos que deformen su realidad.

La vendetta se sirve en bola fría, bien redondeada y de dos sabores. Este helado está anormalmente rico. No me lo puede robar un niño. Tampoco un anciano. Ni siquiera la policía. La libertad existe incluso en el estado de alarma más estricto. Basta con amarla como se aman las cosas prohibidas.