Ahora que parece que empezamos a salir de la situación de colapso y angustia de hace sólo un par de semanas, porque hay camas de UCI libres, los enfermos no se hacinan en los pasillos de las urgencias y hasta puede volver a pensarse en destinar los hospitales a las muchas cosas que hacían antes de la pandemia, parece habernos entrado la prisa por volver a la normalidad y por recuperar, cuanto antes, nuestro anterior estilo de vida.

Quizá deberíamos empezar a plantearnos, más bien, que esa normalidad va a ser muy difícil de recobrar a medio plazo y que es muy posible que nada vuelva a ser como era. No sólo por la peligrosidad del virus en sí, que es una amenaza todavía poco y mal conocida y que, como dice la canciller Merkel, nos obliga a andar todo el rato con la sensación de estar patinando sobre una fina capa de hielo.

A eso súmese el impacto que en la población han causado la mortandad y la conmoción derivada del propio confinamiento, más todas esas imágenes impensadas que han pasado a ser habituales; como hacer la compra con guantes y mascarilla y pagar a cajeros parapetados tras mamparas. Se quiera o no, va a costar devolverle a la ciudadanía la sensación de que puede ir por ahí —tomar un avión, irse de vacaciones a otro país, subir al metro— como si tal cosa. Y ese era uno de los presupuestos básicos de la normalidad que añoramos.

Contando con que el virus tardará en estar neutralizado, con que la gente no recobrará sin más la confianza, y con que esto que nos ha sucedido llevará a que las alarmas salten y todo se ponga patas arriba al menor indicio de que este u otro virus está circulando entre la población, se impone la necesidad de repensar todo el sistema con visión de largo plazo, y de empezar cuanto antes, aprovechando la primera tregua y sin aplazar el ejercicio bajo excusa de que hay otros más urgentes.

Lo que en las semanas venideras se decida debería ser congruente con lo que hayamos de hacer para adaptarnos al nuevo escenario de forma duradera. Lo contrario, ceder a la impaciencia y revertir las medidas adoptadas en busca de volver a ser cuanto antes tal como éramos, nos expone a un riesgo insoportable: el de caer de nuevo bajo el tsunami y desmoralizar a la gente aún más.

Sobre estas premisas, nos tocará examinar qué parte de nuestra actividad, personal y económica, puede compatibilizarse con las limitaciones que serán necesarias para no reproducir la mortandad ni el caos hospitalario, y buscar la mejor manera de mantenerla y potenciarla.

Convendrá también apostar por las actividades que nos fortalezcan frente a otra emergencia similar: desde la fabricación de mascarillas hasta la de cualesquiera elementos de protección y desinfección, sin olvidar el rediseño y el refuerzo del sistema sanitario. Para quien no lo haya pillado, nada sale más caro que no poder garantizar la salud pública.

Y quizá, nos guste o no, nos toque revisar nuestra apuesta por lo que ya hemos visto que resulta vulnerable en coyunturas como la que nos ha tocado vivir. España, por ejemplo, no podrá dejar de tener en el turismo una de sus fuentes de riqueza, pero tal vez ha llegado el momento de meditar si queremos depender tan desesperadamente del dinero que nos traigan unos turistas que en cualquier momento pueden dejar de visitarnos.