El lenguaje interpreta la vida y condiciona su pulso. Por eso agradecemos la verdad briosa de las metáforas si la complejidad asoma. Porque conceden una ilusoria simplificación de la realidad cuando la realidad invalida todo intento de aproximación.

La primera vez que el presidente del Gobierno nos habló de la “guerra contra el virus” intuimos la gravedad de la amenaza. Luego otros primeros ministros olvidaron sus escrúpulos liberales para secundar medidas confinatorias y advertimos también su dimensión. El problema del lenguaje bélico en la gestión de esta crisis sanitaria mundial es que, siendo óptimo para encarar la fase inicial de la contienda, no parece operativo a la hora de afrontar su resolución.

La imagen de una guerra contra el COVID-19 facilita el conteo de los heridos-infectados y las bajas-fallecidos. También nos predispone psicológica y emocionalmente frente a una privación de libertades y alteración de las costumbres sin precedentes. Un mundo sin libertad de movimiento, ni bares, ni abrazos es un mundo antipático y refractario a nuestra noción de progreso y desarrollo. “Europa son sus cafés”, que diría Steiner. Así que la idea de estar en medio de una guerra contra un enemigo invisible quizá nos ayude a pensar que estas carencias son temporales y pasajeras. Pero la metáfora belicista no tiene recorrido en esta lucha.

Cuanto más conocemos el virus y nos entrenamos en la disciplina del distanciamiento, menos motivos hay para pensar en el día de la victoria. Al menos, tal y como la hemos concebido a lo largo de los siglos en el imaginario colectivo. En el paisaje después de la batalla no habrá desfile de vencedores, ni mucho menos esa explosión de quepis al aire y besos estupefacientes con que ciframos culturalmente el final de las guerras.

Con el tiempo la ciencia ganará, el virus pasará a formar parte de nuestro patrimonio patológico, se mejorarán los procesos de cura y se reducirá drásticamente la mortandad ligada al coronavirus. Algún día, todo esto será un mal sueño con seres queridos desaparecidos, como ya sucedió en los años terribles del sida.

Sin embargo, el final de esta lucha no llegará sin que las cicatrices del miedo marquen a fuego buena parte de nuestros hábitos, hasta modificar nuestras costumbres, puede que nuestro carácter. No va a ser fácil volver a abrazar a los amigos, ni resultará psicológicamente inocuo saludar o besar a desconocidos, o compartir un plato en una barra. La forma de socializarnos no será la misma. Al menos, durante el año o año y medio que resta para tener una vacuna.

Militarizar la lucha contra el COVID-19 contribuye al sacrificio individual y colectivo, pero no servirá para sobreponernos a la conciencia de vulnerabilidad que ahora sentimos. A lo máximo a lo que podemos aspirar, mientras la nueva gripe no sea un fenómeno estacional sin demasiadas consecuencias, es a un pronto armisticio. Para volver a armarnos, por supuesto, frente al insoportable peso de la incertidumbre.