Segunda semana de confinamiento. La novedad se ha convertido en rutina y cunde la sensación de que nada de esto es cierto y que la resignación con la que la mayoría hemos aceptado tantos cambios, tan impensables como raros tiene algo de extraño.

Todas las crisis son así, especialmente las guerras: no ver las señales, no aceptar que nada malo pueda pasar y acomodarte después a cambiar tu existencia, sin apenas rechistar. Ver la vida por la tele, saber de la muerte y de la enfermedad por las noticias, o estar en primera línea y luchar, enfermar, morir o sanar.

Pero en tu burbuja, vives la sensación de haber aterrizado en una distopía absurda tipo Farenheit 451 o, para los que no les suene, una mezcla entre la serie See, La Guerra de los Mundos de la Fox y el Cuento de la Criada ¿exagero? Puede, pero soy dueña y señora de mi perplejidad, de las horas en las que me lo pregunto todo y receptora además de la confusión ajena volcada en esas interminables charlas telefónicas pasillo o terraza arriba y abajo.

- ¿A ti esto no te parece ya un poco raro?- Pues sí. El látex y las mascarillas, para separarme del mundo. Por lo demás, el pensamiento sigue siendo libre e incluso en esta situación, la suma de dos más dos sigue siendo cuatro.

Se prolonga quince días más el estado de alarma y aunque entiendo y cumplo el confinamiento, empiezo a pensar que no es sólo el tráfico de personas sino también el de derechos y libertades el que está quedando en suspenso. Que las ruedas de prensa son una broma en la que se restringe el derecho a preguntar a según quién y según cómo. Que se cambia la escenografía para ganar en credibilidad y sin embargo, la verdad ha sido la primera víctima de esta pandemia y ahora ya lo sabemos.

Por lo demás, el Gobierno empieza a parecerse a los Diez Negritos (no concluyentes y excepcionales) y sin embargo la capacidad para cambiar el statu quo por la puerta de atrás está intacta, bien sea aprovechando los recovecos legales del estado de alarma o la debilidad de la gente y de la oposición –los primeros en estado esta vez de estupor y los segundos en el de temor reverencial a parecer irresponsables–. Y el cerrojazo al control y a la crítica.

“No es momento de hablar de lo que se hizo mal”, “nadie podía preverlo”, “nada de esto hubiese ocurrido de no ser por los recortes del PP en la Sanidad”. Ímprobo esfuerzo de intoxicación. No cuela, o no debería colar.

Porque antes de eso, “no asustar”, “mantener la actividad económica a toda costa”, hasta el límite de caer en el precipicio italiano. Eso lo entiendo (no las llamadas a manifestarse en el 8-M), pero ¿qué tal “espera lo mejor pero prepárate para lo peor”? Y haz, como mínimo, acopio de material sanitario porque lo que es ahora, tendremos la misma suerte en el Mercadona internacional, que las tardías como yo con el papel higiénico: estantes vacíos.

Y llegado el momento, empresarios trayendo mascarillas a miles, monjas fabricando mascarillas, fábricas de tapicería cosiendo mascarillas, cientos de máquinas de coser en manos de gente anónima convertidas en proveedoras de mascarillas, poniendo todos ellos en evidencia que la gente corriente tiene mucho más empuje que este gobierno balbuceante del parte de las doce del mediodía.

Y la vida sigue más allá de tu casa, del limitado universo que has construido entre sus paredes. La red de afectos se hace más fuerte en la distancia y una semana después, y con dos semanas más –como mínimo a la vista– llegas, además de todo lo anterior, a dos conclusiones: la primera, que no es necesario haber acabado un libro, un máster, haber refrescado el alemán o haber ordenado todos los armarios de tu casa cuando esto haya acabado. Y la más importante, que para que tu vida siga, es necesario que la de otra mucha gente que trabaja para ti sin conocerte, no se pare. A todos ellos, gracias. Muchas gracias.