La esencia de la llamada "mesa de diálogo" entre el Gobierno y la Generalitat quedó patente poco después de la primera reunión. Uno de los miembros de la mesa, el ministro Castells, decidió no escuchar a los estudiantes constitucionalistas de las universidades catalanas en su ronda El ministro escucha. Un enunciado campanudo pero incompleto: el ministro solo escucha a los que quiere escuchar.

Así también la mesa de diálogo: con respecto al conjunto de la sociedad y con respecto a ella misma.

Sus componentes son mónadas incomunicadas, con un resultado no de armonía universal sino de desasosegante guirigay. No hay diálogo sino sucesión de monólogos. Algo que podría ser hasta entretenido si los actores no fueran unos plomos asintácticos. Podría decirse que son monologuistas del Club de la Tragedia, siendo la primera tragedia el desprecio que todos tienen por las palabras. Empezando (ya lo señalé) por la palabra "diálogo".

Me siento menos incómodo cuando se la llama "mesa de negociación". Aunque la comodidad sería perfecta si aquello sobre lo que negocian no fuese el poder a costa de todo lo demás, empezando por el bien común. Los que se sientan a la mesa son hombres de negocios de su empresa política particular.

El problema es que también la negociación es un lenguaje que ha de apoyarse en una sintaxis y en un léxico compartido. Lo que no es el caso tampoco en esa mesa. Se negocia a varias bandas entre timadores profesionales que saben que los otros también lo son. Sería más bien, pues, una "mesa de juego". De juego sucio, concretamente.

Por supuesto, antes que en la calle es mejor que estén sentados ("arrecogíos de la droga", como decimos en Málaga). Pero el juego pierde su carácter lúdico cuando se sabe que los jugadores se levantarán antes de alcanzar alguna conclusión de acuerdo con sus reglas.

Ferrer Molina ha hecho una notable aportación: no se trataría tanto de una mesa, fuese de lo que fuese, como de una cama, de una cama redonda. Un lugar para hacer guarrerías.

Creo que tiene razón, pero de esos pichatristes (las miembras de la mesa también lo son) no hemos de esperar guarrerías orgiásticas. Las guarrerías son –insisto– las que le hacen al "diálogo" en cuyo nombre actúan.

Por un lado está la palabra móvil, fluctuante, del sanchismo: una ruleta de significantes que cada vez caen en un significado distinto, a conveniencia del crupier. Por el otro, la palabra rígida, inamovible, del independentismo; cuyos significantes serían más fiables que los anteriores si no estuviesen acoplados (pétreamente) a significados falaces.

Junto a lo del ministro Castells, la esencia de lo que se cocía en la mesa la ofrecieron los propios independentistas. Estos filtraron momentos del "diálogo" en que quedaban como cerriles antidialogantes. Pero lo hicieron con el propósito contrario: señal de que no tienen ni idea de lo que son.