Las semanas esas en las que uno se deja devorar por esta ciudad enorme, espídica y fragmentada, yo sueño con volver a casa y tener el tiempo suficiente para esperar que canten mi número en la pescadería del Mercado del Carmen. Sueño con volver a entrar en las iglesias pequeñas del barrio de mi abuela, con echar una moneda y que se enciendan cinco velas; sueño con volver a creer -como me pasaba de chica- que sencillamente con ese gesto yo ya había hecho algo bien; que sencillamente con eso yo ya era buena y que mi relación con dios iba viento en popa. Ahora ya nunca me escucha y jamás le llevo flores. Nos estamos distanciando, pero aún le pienso.

Sueño con detenerlo todo un rato -los plazos, las entregas, las citas, las noticias, la sensación de ser un hámster en una rueda- y pasear por los lugares donde entendí de qué iba la vida: una patria interna llena de cosas invisibles, como coplillas y piardas, como el resonar del patio de vecinos, como la idea de que mientras uno crece -mientras da el primer beso, mientras envía notas en clase, mientras llama al porterillo de sus amigos- el mar no para de rugir de fondo, extrañamente cerca, enterándose de todo. Qué compañía más inquietante es esa.

Uno aprendió algo cogiendo las manos cansadas de sus mayores, uno encontró algo en los surcos que tenían en las palmas por haber trabajado la tierra. Uno aprendió a escuchar y a tener respeto por lo que era más antiguo que nosotros -nada de eso sirve ya de nada, en la era de la exaltación de la juventud y del culto al cuerpo-; uno comenzó a valorar la costumbre -que es gratuita en sus rituales y desafía a un capitalismo que no para de vendernos muy caras sensaciones nuevas-. Uno se bañó desnudo y se secó al sol y se sintió obscenamente millonario. Uno entendió de qué está hecha la gracia, y amasó el engranaje secreto del piropo, y asumió que el lenguaje más hermoso nunca es el académico. 

Ahora me alegro a menudo de haber visto cómo maduran los aguacates y de haber recogido del huerto tomates enormes, rojísimos, como el corazón de un animal mitológico. Ahora me alegro de tener en mi poder algunas verdades sencillas que respiran lejos de la polución y de la cátedra: como que si pones un poco de jazmín en la mesilla en pleno verano ya no te pican los mosquitos.

Es esa mi forma de extrañar mi casa, mi Málaga, mi Andalucía, mis campos perdidos: no va sólo de una lista de comidas exquisitas y de monumentos poderosos, no va sólo de un paisaje emocionante de macetas y escritores y guitarras que saben llorar, va de que me dijeron que allí no había futuro, me lo creí y me fui, y entonces tuve pánico de olvidarme del olor de las cosas.

Es un folclore íntimo, terroríficamente sutil, que entiende que todo lo que amé nació allí y que allí agarré por primera vez mis mejores palabras; pero aún a veces, en Madrid, si escucho a Lola Flores o a Rocío Jurado cantar, noto cómo me crece una peineta en el cráneo o salgo de la ducha dejando arrastrar la toalla, como si fuera una bata de cola. También sé adorar los excesos. También salto de exageración en exageración, como una hembra flamenca que piensa en términos poéticos y no sabe hablar si no es con las manos.

No me quejo: tengo la suerte del mundo. Tengo el carácter suyo, el de los que aún pelean desde el sur que no les quiten también su derecho a la alegría, aunque eso nos cueste que en otras partes de España nos sientan cómicos, o ramplones, o paletos: pobres idiotas, no han entendido nada. 

Estoy constantemente cerca de donde vengo porque lo llevo puesto, y porque mi familia creada en Madrid tiene un cajón con la cara de Camarón, y son humildes y cálidos y más transparentes que el agua, y siempre hacen hueco en la mesa para uno más. Andalucía está en todas partes. Porque Ana me canta en las sobremesas largas y Raúl me piropea en gaditano y Marta consigue que Chamberí sea El Perchel: porque aquí nos abrazamos, en Malasaña, los niños perdidos y expatriados, montando cada semana un tablao en las casas de los nuestros. Nunca nos fuimos.