El presidente Pedro Sánchez considera que la Mesa de diálogo sobre Cataluña va a ser: difícil, como la solución a los problemas del campo, tan evidentes estas semanas; larga, como la sombra de la crisis económica que ya se vislumbra, angustiosa, a lomos de un virus que se propaga exponencialmente, tanto el agente infeccioso que lo provoca como el pánico que lo rodea; y compleja, como la esencia de la propia mesa, en la que unos quieren algo que los del otro lado no pueden darle, y eso todo el mundo, unos y otros, lo saben. Probablemente, y mucho peor que difícil o compleja, y por supuesto que larga, es que será también inútil.

Aún así, esta Mesa mensual posiblemente sí servirá para que se potencie aún más en Cataluña el apoyo al independentismo, cuyos defensores ven blanqueada su posición al observar cómo se convierte su objetivo máximo en un elemento que de verdad -¿de verdad?- tratan dos Gobiernos. Circunstancia que, sin duda, supone un avance notorio para los partidos independentistas en un momento en el que ya se divisan las elecciones autonómicas en ese territorio.

También resultará de provecho al Ejecutivo de coalición para alimentar la ficción, unas veces en Madrid, y otras en Barcelona, de que el diálogo resolverá un asunto que no se puede resolver conversando, salvo si se está dispuesto a romper con la Constitución, algo que, en principio, el equipo gubernamental de Madrid ni puede hacer ni ha expresado nunca que lo vaya a hacer.

Claro que, hablando de principios, siempre se pueden establecer unos nuevos si los que uno creía arraigados resulta que no lo están tanto, o si uno ve peligrar el sillón en el que se acomoda cada mañana desde que la moción de censura doblegó al Ejecutivo de Mariano Rajoy. Y, por supuesto, que Sánchez haya negado tantas veces que vaya a romper con la Carta Magna tampoco significa, si nos atenemos a la fidelidad que ha demostrado a sus propias ideas, que no vaya a hacerlo.

A Sánchez lo sostienen en la Moncloa sus promesas a los independentistas. Ahora llega, aunque vaya a ser en diferido, o quizás en modo goteo, el momento de sumar concesiones. Y, más allá del recibimiento del día 1 de la configuración de la Mesa -que ya se asemeja demasiado a un insólito encuentro entre delegaciones de distintos países-, no parece que el presidente pueda hacer mucho más que sentarse en esa reunión tan extraña, si pretende evitar traicionarse una vez más.

Mientras tanto, la Mesa inútil puede no serlo tanto si implica, por su mera constitución, que ERC permita la aprobación de la senda del ajuste de déficit, impulsando así el primer paso hacia la tramitación de los Presupuestos.

Quién sabe si, al final, prolongando estas conversaciones que Casado demanda que no se consideren “diálogo, sino humillación”, va a ser verdad que el gobierno de coalición sobrevivirá al fino alambre de los tractores en la calle, a las crecientes exigencias independentistas, a los egos enfrentados de Sánchez y de Iglesias, incluso a las consecuencias de un virus que ya altera la calma de este sorprendentemente caluroso febrero en nuestro país.

La Mesa acabará desvencijada e inútil, pero el trayecto hasta que se declare semejante estado será, efectivamente, largo, difícil y complejo. Y costoso, muy costoso.