Hace semanas la camarera de Surtopía nos miró desconcertada al comprobar que no íbamos a fotografiar ningún plato. De los rituales que ha incorporado internet a la vida analógica, retratar la comida como si fuese un recién nacido es el que más empuja a la humanidad a las oscuridades de la vergüenza ajena, ese estado de forma que disfrutan algunas personas obsesionadas con convertir cada euro gastado en una postal. Puede que inmortalizar el plato sea una medida preventiva: el móvil devuelve la imagen de una realidad perfecta igual que en Roma el esclavo catador de alimentos sobrevivía al primer bocado.

Los primeros homínidos avanzaron al invocar la comida pintándola en las paredes de las cuevas. Los móviles guardan las pistas de una posible vuelta al inicio de los tiempos. Cuando todo apuntaba a la desaparición de la expresión del hambre "que aproveche", el espejismo de una vida interesante la sustituye por el "espera" que detiene el desembarco de los cubiertos en las playas de la mahonesa.

Los telediarios hablan de miserias y precariedades: al pulsar el botón de la cámara por un momento parece que son otros quienes apenas llegan a final de mes. Algo de culpa tendrá el empacho de chefs que sufrimos, los nuevos toreros de esta España arrasada por la conciencia de la perfección. Sólo a ellos se les permite tratar a los animales como cosas y sus expresiones se viralizan sin rastro de ironía si la lubina es un productazo.

Madrid contiene cientos de camareros tatuados que moldean la ansiedad de transcender acercando el célebre plato a las despensas vacías de la existencia. Los bares que primero metieron la réflex a sus combinados no ocupan ningún lugar en la constelación de la gourmetería. Ya se han hecho más fotos de esas horribles que en cualquier otro momento de la historia, completando el álbum global que parecía sobrarnos a principios de siglo: vivimos en la trastienda de uno de esos barecillos grasientos.

Corre el rumor de que a los restaurantes hay que ir dispuesto a todo. Y el tiempo avanza rápido y tratando de articular una estética discutible se pasa la vida. Sofisticarse por la superficie del jersey de cuello vuelto y las aventuras gastronómicas de los sábados. Un tartamudeo inexplicable si no hay una red wifi disponible.

"¿Le van a hacer foto?", preguntó la camarera sosteniendo dos cucharas a media asta. Nadie salvó aquella composición de nuestra indiferencia. Ni siquiera recuerdo qué era tan interesante como para desenfundar el móvil. El ruido del metal al mezclar los ingredientes sonó como las salvas en honor de una idea moribunda: por una vez no venció la impostura.