Saliendo de la estación de metro de Barajas, en la avenida de Logroño, había hasta hace cuatro días un quiosco de prensa moderno pero coqueto, con una pérgola acristalada que invitaba a detenerse.

Los días de lluvia era el mejor refugio del mundo. Los periódicos, las revistas, los coleccionables, las chucherías, los tebeos, dispuestos con gracia por el quiosquero, te abrigaban con su colorido. Eso, y el hipnótico tantarantán de las gotas sobre el techo transparente convertían el lugar en orilla salvífica para náufragos.

La estructura sigue ahí plantada, bajo los mismos plátanos que le daban sombra en verano. Pero ahora sus paredes desnudas de acero, extrañamente limpias, le dan un aspecto tétrico, incluso fúnebre, como de ataúd gigante. Allí ¡hubo tanta vida! Hasta los pájaros que lo frecuentaban parecen haber huido.  

Vías, trenes y quioscos. Algún momento en mi infancia, ese fue el paraíso soñado. 

Hacia las diez de la mañana, en el primer vagón de la línea 8, en dirección a Nuevos Ministerios, viajaríamos unas veinte personas. Nadie llevaba un periódico ni una revista. Un joven con aspecto de universitario hojeaba con desgana un libro viejo, de tapa blanda, con las páginas amarilleadas por el paso del tiempo. Era sobre budismo tántrico.

La mayoría de pasajeros estaba pendiente de su pantalla de móvil. Miré de reojo a mi derecha al hombre de cincuenta y pocos. Jugaba a hacer saltar un bebé tiranosaurio sobre unos cactus, en una carrera monótona. Primero aparecían los cactus de uno en uno, luego de dos en dos, y cuando llegaban las series de tres, aunque a mí no me parecía el reto muy complicado, el tipo no podía impedir estrellar al lagarto contra las espinas. Y vuelta a empezar. ¡Valiente gilipollas!, dije para mis adentros.

En el Congreso hace una hora que comenzó la sesión de control al Gobierno. La batería de mi móvil ha empezado a hacer cosas raras. Obsolescencia programada lo llaman. Quizás cinco años de este aparato equivalgan a los doce de un perro, los veintisiete de un caballo o los ochenta y tantos de un humano. Una vida.

Antes de apagarse definitivamente he visto que Sánchez ha rebajado el tratamiento a Guaidó, que ha dejado de ser presidente encargado para convertirse en "líder de la oposición", justo cuando lo acaban de agredir recién aterrizado en Venezuela. 

Final de trayecto. Ruido de puertas y pasos apresurados. Los viajeros nos dispersamos en la galería de túneles como ratones en busca de la luz. Cada uno con sus pensamientos y sus dinosaurios.

No eran estos trenes subterráneos y de ventanillas oscuras los que soñé. Ni esos los quioscos, convertidos en féretros. Desde el domingo no logro quitármelo de la cabeza. Qué gran mentira. Qué asquerosa patraña. En mi paraíso siempre estuvo su próxima columna, pero ya no está en el mundo Gistau