La vida es corta, coinciden reiteradamente los principales personajes de Foodie Love, la serie de moda en España. Tienen mucha razón, aunque tendemos a saber esto demasiado tarde. Sin embargo, lo peor no es eso, que sea corta, sino que ahora nos pasamos gran parte de ella viendo series.

La de Coixet es una de las culpables. El universo de la directora catalana incluye, siempre, tramas o personajes interesantes a los que muestra con incuestionable habilidad. Desde su deliciosa Mi vida sin mí, imprescindible, ha escrito y dirigido con brillantez. Esta vez, con esta historia comestible de amor se introduce en un formato que tal vez no sea en el que más cómoda se encuentra, pero a pesar de ello logra que los diálogos inteligentes se sobrepongan a los contextos banales; estos resultan demasiado numerosos, quizá por la expresión superflua que suelen tanto limitar a las series como convertirlas en material adictivo.

Será que, para reflexionar con imágenes, ya tenemos el cine. La película del momento, Historia de un matrimonio, se aleja de las insignificancias que lastran muchas series y profundiza en las heridas verdaderas: las que nos hacemos unos a otros. Esas que nos cortan la respiración; esas con las que destruimos algunos futuros y forjamos otros, a menudo peores.

El filme que protagonizan Scarlett Johansson y Adam Driver transpira decepción,
circula frustraciones, filtra dolor. Dos personas que se aman también se odian. Primero, lo primero. Se respetan, luego se atacan. Conciben una vida, le ofrecen ternura y, más tarde, la trituran con sus decisiones de adultos. No es que quieran hacer daño, pero lo hacen. Los personajes -también nosotros- transitan con pesadas zancadas por esa abrupta carretera del desconcierto.

Nueva York y Los Ángeles mantienen su particular duelo; el espacio de la ciudad californiana, el aliento de la urbe de la costa este. Las necesidades no cubiertas de ella, la rabia de él; la sorpresa de él cuando descubre que ella ya no es quien era; la huida de ella cuando ahonda en que anhela algo que no está en ese mapa. ¿Cómo lo va a encontrar? El destrozo de ambos cuando el amor se viene abajo; el tormento de los dos cuando la herida sangra y no hay quien pueda detener su caudal, ni tampoco contener un tsunami que lo derriba todo.

Y luego está la escena. Ese momento mágico en medio de la película entre el director de teatro de Brooklyn y la actriz de California; un crescendo memorable que puede valer unos Globos de Oro, o un Óscar, y que representa la verdadera derrota de los dos. De todos. El opuesto al amor exhibido en toda su ferocidad, y con una precisión aterradora.

Noah Baumbach ha dirigido la historia de las últimas generaciones, un filme de esos que se instalan en la memoria y ya no la abandonan.

Quizá nos falten, como asegura Olga Tokarczuk, “nuevas formas de contar la historia del mundo”; es posible que sí, pero la que de verdad embriaga en estos tiempos al cosmos audiovisual, la de la series, probablemente no vaya a ser una de esas muevas formas; aunque, como dice la reciente Nobel de Literatura, su influencia pueda resultar ya “revolucionaria”.

Coixet lo es, en alguna medida, con su historia de encuentros y desencuentros amorosos en Foodie Love. De algunos de los naufragios sentimentales cuesta tanto salir que, como en el mundo del personaje de Laia Costa, hay que huir a Japón, o volver de Japón, para librarse del dolor. El sufrimiento puede ser largo, pero la vida es corta, así que no conviene quedarse en el desgarro demasiado tiempo. Ni siquiera a cambio de viajar a Tokio.