Sé del año 1941 lo que dicen los libros de Historia y lo que me han contado mis padres. La grisura de la postguerra, las estrecheces, las huellas del conflicto en ciudades y pueblos, el hambre. Y sin embargo, a pesar de un panorama en el que nada debía invitar al optimismo, en ese año nacieron tantos niños como en este que acaba.

Podría pensarse que en aquel entonces un bebé nacía porque no había otra, ni modo de programarlo ni de prevenirlo. Que quizás el final de la guerra llamaba a llenar de vida lo que antes sólo era muerte. O que donde comían dos –aunque fuera poco–, comían tres o cuatro. No importa cuál fuera el motivo pero cuesta pensar que esa España entre las ruinas sea el antecedente más cercano a las cifras de nacimientos que el INE nos arroja hoy en nuestro país.

La España vaciada se ha convertido en un mantra, en una etiqueta, en un motivo, tan sugerente como el cambio climático, la transición ecológica o el feminismo.

Ya es preceptivo incluir esos temas en los programas de los partidos, crear direcciones generales con el asunto o ponerlo de coletilla en un ministerio. La realidad es que hace mucho tiempo que lidiamos con la España vaciada, y no nos referimos sólo a la de los pueblos abandonados, a esa donde ha desaparecido la industria (si alguna vez la hubo) y con ella los jóvenes o la de los campos yermos por falta de manos dispuestas a trabajarlos.

La España vaciada habita también las ciudades, incluso o sobre todo las más grandes. Es la España del invierno demográfico, de la pirámide de población invertida, la que tiene más defunciones que nacimientos, muchos más viejos que niños, la de las madres de cuarenta años, la de las que se congelan los óvulos para no perder el último tren, la España del hijo único o la de la mascota. Esa también es la España vaciada.

A la izquierda le molesta la palabra “maternidad” tanto como desconfía de la palabra “familia”. Quién sabe qué complejos mecanismos se activan en su mente o qué precepto del catecismo feminista se incumple cuando se intenta tratar estos temas. Pero la realidad es que la gente no tiene hijos, tiene pocos o los tiene tan tarde como para no llegar a más de uno, y la inmensa mayoría de las veces no es una cuestión de elección.

No se trata de repartir dinero a fondo perdido –poco o mucho– sino de creer en el derecho a engendrar hijos en las condiciones adecuadas sin que se convierta en una carrera de obstáculos insalvable.

Cualquiera que deba tomar la decisión sabe cuáles son esos obstáculos. Cualquiera que los haya superado sabe qué le hubiese hecho el camino más fácil. En España hay tantos especialistas en mejoras demográficas, como mujeres y hombres en las puertas de los colegios o empujando un carrito de bebé. Basta con creer en el valor de que haya niños en las calles –como se ha hecho en Francia, en Hungría, en Suecia–, en tomarse en serio la emergencia demográfica, en liberarse de prejuicios absurdos para revertir la situación.

Un niño, o dos, o tres, o los que sean, no puede ser un lujo sólo al alcance de unos pocos. Ser rico, funcionario o trabajar para una de las pocas empresas que se toman el tema en serio, no debe ser una condición para poder formar una familia.

El progresismo debería ser hacer efectivo este derecho. Puede que a quienes se consideran en esa órbita les resulte más atractivo ayudar a morir –con la eutanasia o la eugenesia– que ayudar a nacer. Pero que dejen de hablar, entonces de la España vaciada.