Albert Rivera llegó a la política como lo hizo al mundo, desnudo, aunque tapándose con la mano las vergüenzas. Esta semana ha abandonado ese microcosmos tan singular en el que ha estado sumergido los últimos 13 años; lo ha hecho con más ropa y, mucho más importante, eligiendo no solo no cubrirse las miserias, sino prefiriendo mostrarlas en público y asumirlas en toda su dimensión.

El tsunami de la debacle electoral de Ciudadanos ha provocado otro mayor: la despedida de su fundador y líder. Hay quien califica su decisión de renunciar a la política de “aniñada”, como la adjetivó Arcadi Espada en el diario El Mundo. Es, de acuerdo, una manera de verlo. Pero predominan otras que aplauden la honradez y la responsabilidad del ya ex líder naranja. E incluso hay quien se conmovió hasta el extremo con su último discurso –“uno de los mejores que he escuchado en mi vida”, como le sucedió al ex director de ese mismo medio Pedro Cuartango.

La dimisión de Rivera ha tenido un efecto devastador en su partido; con o sin Arrimadas al frente, no está en absoluto garantizada la supervivencia de una formación que hace poco más de un año, con Rajoy desvaneciéndose pero aún en el poder, tenía una elevada probabilidad de gobernar poco tiempo después.

Pero, pasado ese período, la realidad es opuesta, y difícil de creer: Rivera está en la calle, ya fuera de la política, y el partido que olió el poder hace solo un puñado de meses puede tener ya las horas contadas. Que el ex presidente de Cs ha cometido errores de un tamaño formidable resulta incontestable. Solo así se puede explicar la pérdida de 2,5 millones de votos en seis meses. Solo así se puede entender que un partido con opciones de gobernar hace muy poco esté ahora intentando dar con las claves que le permitan reinventarse.

Pero lo que es cierto es que Rivera se va asumiendo la derrota con una elegancia que muy pocos políticos han mostrado desde el regreso del país a la democracia. Y eso habrá que agradecérselo siempre: es toda una lección que ojalá sirva para instaurar nuevos estándares, esos que les resultan del todo ajenos a nuestros políticos, y que los hacen responsables de sus actitudes y sus resultados.

También de sus propuestas estratégicas, de sus comentarios, de sus ideas. Todos sus movimientos tienen una enorme repercusión. ¿Por qué debe de resultar gratuito que los políticos digan lo que quieran sin preocuparles si van a cumplir o no lo que dicen? Sánchez e Iglesias negociaron, después de los comicios de abril, durante meses sin llegar a acuerdo alguno. Después de los comicios del domingo, que han perjudicado a ambos haciéndoles perder apoyos, en solo una hora, como explican Carlos E. Cué y otros periodistas de El País, se cerró un acuerdo. ¿Cuánto sentido tiene esto?

Sánchez dijo que no dormiría tranquilo con Iglesias de vicepresidente. De hecho, lo vetó. Ahora, a juzgar por cómo lo abrazó tras la rúbrica del acuerdo PSOE-Podemos, parece que ya no le provoca insomnio; más bien, lo contrario: ganas de soñar con él. Hay que hacer un gran esfuerzo para creerlo.

En el cosmos político deberían prevalecer la honradez y la coherencia. Rivera ha demostrado hallarse cercano a ambas virtudes, más allá de sus aciagas decisiones políticas, como aquella de participar en la manifestación de Colón, que lo situaron demasiado cerca de Vox.

Rivera, por integridad, ha optado por abandonar. Lo malo es que, los que se quedan no parecen tener el mismo sentido de rectitud que, la mayor parte de la veces, mostró el ex candidato del partido naranja.

Aún queda bastante trabajo por hacer para que efectivamente se pueda formar un Gobierno en el país. Habrá que estar atentos a las concesiones que haga el tándem de la izquierda a los más exigentes, en particular a los independentistas. Y estará por ver, si es que se llega a ese punto, cómo será la convivencia de los ministros de Podemos y del PSOE. Se abre un nuevo periodo, pero no parece descabellado pensar que echaremos de menos un punto de coherencia. Esa sensación, la mayor parte de las veces, solo la ofrecía Albert.