Rastrear los focos del rencor político y social que se vive hoy en España no resulta demasiado difícil. El primero y principal de esos focos es el nacionalismo vasco y catalán, que aspira, sin demasiado disimulo, a exterminar el mismo cuerpo que ha parasitado durante los últimos cuarenta años de democracia en la creencia de que ha llegado la hora de cortar amarras y abandonar el barco a la deriva con el resto de los ciudadanos españoles todavía a bordo. 

El segundo de esos focos es esa parte de la izquierda –no toda ella refugiada en el populismo de Podemos, sino también en determinados sectores del PSOE– que rechaza, por una mezcla de ignorancia histórica, ventajismo estratégico, adanismo adolescente y sectarismo ciego, el pacto entre españoles gestado en 1978 y plasmado en la Constitución. No es un fenómeno estrictamente español, como el de los nacionalismos vasco y catalán, sino una enfermedad muy común en Occidente. Pero eso apenas sirve de consuelo.

Paradójicamente, suelen ser los vencedores los que en España ejercen con mayor entusiasmo el victimismo. Dice el historiador estadounidense Stanley G. Payne que los vencedores de la Guerra Civil, a la vista de los réditos financieros e industriales que obtuvieron de ella, fueron el País Vasco y Cataluña. No es una conclusión excéntrica. Sólo hay que estudiar por dónde andaban ambas regiones en 1936 y por dónde andaban en 1975 en relación al resto de comunidades españolas.

Uno de los grandes éxitos publicitarios de nuestra democracia, por cierto, es el que ha permitido que la represión ejercida por el franquismo contra andaluces, extremeños y castellanos haya sido olvidada en beneficio del "recuerdo" de la represión, cierta pero mucho menor, sufrida por las burguesías vasca y catalana. ¿O es que queda alguien que crea que el bienestar vasco y catalán actual es fruto de una cultura democrática superior? Que el nacionalismo haya cuajado en esas dos regiones montaraces y no en otras partes de España parece indicar que el caso es más bien el contrario

Pero viajemos hasta la Transición. Porque de ella también surge un vencedor claro, que es el PSOE. Un partido que fue causa, si no suficiente sí necesaria, para el estallido de la Guerra Civil española.

La Transición permitió, sin embargo, que el PSOE hiciera tabla rasa de su pasado. Un pasado que incluye el golpe de Estado de 1934, el asesinato de Calvo Sotelo, el robo del Banco de España, el amaño de las elecciones del 16 de febrero de 1936 y el entusiasmo con el que una buena parte del socialismo deseó el estallido de la Guerra Civil, convencido de que la izquierda aplastaría con facilidad al bando sublevado y cuya victoria permitiría por fin imponer en España un régimen socialista del cual se habría erradicado a los españoles de derechas

Todo eso quedó sepultado en los libros de historia gracias a la Transición y permitió al PSOE convertirse en el partido hegemónico en España. A pesar de los GAL, de la corrupción y de Zapatero, tres tormentas perfectas que por sí solas habrían servido para borrar del mapa a cualquier otro partido que no fuera el PSOE.

De hecho, el PSOE ha seguido siendo hegemónico incluso cuando ha gobernado el PP. Porque el PP es un partido obcecado en la idea de que las elecciones sólo pueden ganarse, y el Gobierno mantenerse, aplicando las políticas económicas y sociales del PSOE. De ahí que cuando los populares ganan elecciones se deba más a equivocaciones del PSOE que a méritos propios. 

Y por ello extraña que sean, precisamente, el PSOE y los partidos nacionalistas vascos y catalanes los que más empeño ponen en demoler el régimen del 78 y avanzar por la senda de la cizaña. Porque ellos son los verdaderos vencedores de la Guerra Civil y de la Transición, y porque ellos deberían ser los más interesados en mantener ese statu quo que tanto les ha beneficiado, y del que tanto se han beneficiado, hasta ahora.

A nadie más que a ellos interesa, en fin, la desmemoria histórica.

Si yo fuera socialista o nacionalista periférico, pediría memoria histórica con la boca pequeña por las mismas razones por las que Marta Flich debería abstenerse de presumir de antifranquismo. Porque memoria tienen todos los españoles. Los de izquierdas, sí, pero también los de derechas. Y lo que es peor para ellos. Aún habrá alguien que llegue a la conclusión de que si en España hay democracia es a pesar de ellos y no gracias a ellos, como intentaron vendernos ayer con empeño sus televisiones