-— Mi padre falleció anoche. No quiso despertar de la anestesia.

Hoy venía dispuesto a escribir del vídeo más espantoso que recuerdo, ése en el que un grupo de patriotas, autoconstituido en tribunal popular, juzga con impunidad a un médico en su lugar de trabajo. Le reprochan haber consentido que una doctora del centro, a la que acusan de "colonizadora", se dirigiera a una paciente en la lengua de las bestias con voluntad de humillarla.

Pero no hay mayor espanto que la muerte.

— Mi padre falleció anoche. No quiso despertar de la anestesia. Mi madre ha querido traérselo al pueblo.

El wasap es de las 13:12. Vuelvo varias veces sobre él a lo largo del día.

Tropecé mil veces con Manolo a mediados de los setenta en las escaleras y en el patio, con pantalón corto, en un colegio en el que había cinco clases por curso y una media de cuarenta y cinco alumnos por clase. Todo tíos. Juraría que no cruzamos palabra hasta llegar al bachiller, que coincidimos en el aula. Ya para entonces ninguno de los profesores vestía sotana.

Fue una época, los primeros ochenta, de cara o cruz. De jeringuillas en los solares y en los descampados. De madres angustiadas que acudían a Secretaría a suplicar ayuda. Desorientadas. Perdidas. Con el corazón en un puño. Mientras sus maridos tragaban saliva en el trabajo y hacían esfuerzos por convencerse de que aquello pasaría.

Algunos de los niños con los que jugábamos a fútbol y al churro va se hicieron viejos en un visto y no visto. Y muchos no regresaron de su viaje.

Él no lo dice, pero yo sé que Manolo se hizo psicólogo para ayudar a gente desgraciada. A pobres de solemnidad. A viejos alcohólicos. A personas de las que la mayoría huimos para evitarlas, por miedo o por asco. O por ambas cosas. Siempre encuentro en él un gesto de comprensión. Nuestras vidas también pudieron caer del otro lado.

Sé además que hay días que no puede reprimirse y vuelve, en secreto, a pasear por los soportales de nuestro colegio, bajo el viejo reloj que se paró para marcar siempre la misma hora. La hora de nuestra infancia. Cuando aún creíamos que mamá y papá nos esperarían siempre al llegar a casa.

No conocí al padre de Manolo. Nació en una aldea del Maestrazgo. Trabajó como asalariado. Fundó una familia. Montó su propia empresa. Le estafaron. Se rehízo. Añoraba las madrugadas en el campo. Admiró a sus cuatro hijos. Hoy lo sepultan en Cofrentes, la tierra de su mujer. No conocí al padre de Manolo. Pero me regaló a un amigo. Qué tío tan grande.