El día que llegué a Venecia, Elsa Maddalena había muerto y sonaban las campanas de un templo cualquiera. Una fotografía suya, colgada de tres o cuatro columnas, informaba del funeral a los vecinos cuando el sol se ponía con un naranja violento y sostenido. La escena, que en cualquier lugar del mundo tendría rango de hallazgo cinematográfico, se repite en esta ciudad con una diligencia despampanante.

En Venecia no hay coches. Por eso algunas noticias -como, por ejemplo, los muertos- se transmiten a mano, casi artesanalmente. Tienen periódicos de sobra, redes sociales… Pero esa circunstancia, la ausencia de ruedas sobre los adoquines, parece haber detenido a sus habitantes en el siglo diecinueve. Los mensajes, los avisos... ¡la vida! Viajan por el agua “piano, piano”, liberados de fechas y horarios.

Allí, contaba Henry James, la mera utilización de los ojos granjea la felicidad. El pasajero que atraca en Venecia se convierte, casi automáticamente, en un “turista sentimental”. Alguien que contempla obnubilado lo que no podrá ver en ningún otro lugar de Europa: esa sociedad que se hilvana en medio del mar con tranquilidad pasmosa, como si el mundo no fuera a acabarse nunca.

Cada rincón, sea en el centro o a las afueras, es un palacio en decadencia con el agua lamiéndole los pies. Las imágenes que uno guarda en la retina parecen haber sido esculpidas de forma individual, incluso íntima. Una atmósfera que ni siquiera amortiguan las aglomeraciones. De ahí que el turismo veneciano, además de “sentimental”, tenga algo de voyeurista. La ciudad obliga al pasajero a detenerse cada pocos minutos y a mirar en silencio, como si lo hiciera a través del ojo de una cerradura.

Cuando uno cierra los ojos y piensa en Venecia -esto también es de James-, alumbra un recuerdo abstracto: una pared rosa pálido y el agua verdosa que la viste. La clave está en la luz. Con un material desecho -el ladrillo asoma por las paredes como el hueso a través de una herida terrible-, el sol hace virguerías. Todas bellas, todas distintas, como si las hubiera pintado aquel artista de pelo negro y coleta, que viajó hace veinte años para una temporada y todavía no ha podido levantar el campamento.

Él se sienta allí, justo detrás de Santa María Della Salute, en ese barrio que encapsula todo lo que es Venecia: tiendas de antigüedades, gondoleros que sólo llevan a millonarios porque el viajecito de media hora ya cuesta ochenta euros, callejones estrechos de curvas abruptas, quioscos de fruta… Y esos comercios que combaten la banalización con un elitismo sincero, desacomplejado. En el escaparate de una tienda de sombreros, el reclamo para convencer al turista… ¡es que Heidegger y Kant lo llevaban! Nada puede salir mal en una ciudad cuyo nacionalismo más impúdico reside en la interpretación de cuatro conciertos de Vivaldi al mismo tiempo.

Justo cuando empezaba a levantar esta columna, un buen amigo me dijo: “Si acabas de regresar de Venecia, ni se te ocurra ponerte a escribir”. Pronosticó que lo haría rendido, malgastando adjetivos almibarados, como quien se enamora por primera vez y se expresa creyendo que ha visto lo que nunca nadie antes. Y acertó. No pude evitarlo porque Venecia también es eso: una pulsión irremediable.